Este es un cuento especial porque cuando lo escribí quería
que no tuviera respiro en el estilo; o sea la idea era escribirlo casi sin
puntos. También lo escribí como homenaje a un
escritor argentino y uno de sus mejores cuentos.
Espero sepan quién es. Ese escritor que nos hacían leer en el colegio y que a mí me
encantaba con sus cuentos de la selva, sus enormes serpientes y bueno el mejor
de todos "La gallina degollada"...
Bajé del subte cansada, tratando de encontrar en los
brazos del día algo que le diera sentido a este martirio, y lo único que hallé
de importante fueron las palomas del parque Rivadavia enhebrando círculos a
baja altura como si se tratara de cientos de barriletes huérfanos, como si un
hilo las atara a esa imitación de arco de triunfo que adorna el centro del
parque; esta vez lo voy a lograr, pensaba, ya estoy cansada de su cara de
desentendimiento constante, de su estupidez persistente, de sus ojos negros,
vacíos, achinados, casi sin vida, hola Madcelita, me diría Oscarcito ya
arañando los 16 años, hoy hichimos casitas de madeda, y a mi qué me importa lo
que hiciste, me tragaría de decirle, te quedo Madcela, y yo te odió pensaría,
pero no lo expresaría en vos alta, continuaría arrastrándolo del brazo porqué
solo se perdería, se perdería entre los ruidos, entre la indiferencia y el
miedo de los transeúntes, con dieciséis años y la mente de un niño de dos se
perdería sin remedio, y quién osaría acercarse cauteloso a preguntarle ¿Qué te
pasa hijo ? Dónde están tus padres, nadie. ¿Quién entendería sus
balbuceos?, sus palabras mal hilvanadas, sus ataques de pajarraco extraviado, nadie,
solo yo, Madcelita, su hermana de toda la vida.
Tantas veces soñé con abandonarlo cuando iba a
buscarlo al instituto de ayuda al deficiente mental, fantaseaba con dejarlo
lejano en la plaza Congreso, una tarde nublada, cómplice, eterna; era tan
fácil, con lo que a él le fascinaban las palomas, uy como velan, uy como comen, le damos la papa Madcelita, en su regocijo de ganso ni siquiera se percataría,
en un segundo estaría a su lado y al otro: solo como la luna en medio del cielo
nocturno. Pero no era tan fácil, volver a casa con el corazón vacío era el
problema, el viejo me castigaría hasta que la piel gritara por si misma de tan
colorada y caldeada, y los tíos, la tía Porota, la tía Marta, el abuelo, hasta
la nona que en paz descanse en la Chacarita gritaría desde su nicho, ¿Cómo
pudiste niña malcriada?, ¡Tonta!, Dios mío, debemos salir inmediatamente a
buscarlo, avisar a la policía, al instituto, sin embargo, él, Oscarcito,
regresaría, aparecería contento detrás de la puerta, riendo desentendido,
transformado en un niño prodigio, en un pulgarcito, mas centro de atención que
siempre con su estupidez desbordante y su acaparación involuntaria acostumbrada.
¿Cuánto habrá sufrido solito?, dirían las tías, ellos no pueden vivir sin cariño, pobrecito, dirían los primos, y, aunque llorará arrepentida hasta la carne por
haberlo perdido, aunque demostrara él más infame de los dolores (y para eso soy
mandada a hacer), nadie me consolaría, ¡Te lo tenés merecido!, declararía el
viejo, ya estas grande como para perder las valijas; y eso era lo que
representaba exactamente mi hermano Oscarcito para el viejo, un bulto, un
calvario; no es mi hijo, gritaba siempre, no es mi hijo, ¿Qué mierda hice yo
para merecer este monstruo?, para cosechar tanta tragedia; y Oscarcito, aunque
todos creían que no entendía, que esas necedades del espíritu se le escapaban,
acudiría más tarde a mi lado para preguntarme: Madcelita... ¿Papa no me quede
no?, creo que no Oscarcito, aunque no es el único, me callaría... .
Nunca entendí por qué lo aborrecía tanto, pero lo odiaba
hasta en el fondo de mi alma, sabía que debía librarme de él a toda costa y la
única manera de lograrlo, de no verlo ni en figuritas: era matándolo, borrarlo
del mundo, de mi vida. Años atrás, cuando mi mama nos dejó, una multitud de
familiares caprichosos asistieron al velorio para verla inmortalizada en su
quietud de muerte, en su manto de olvido, inclusive aquellos familiares de
lontananza que jamás habíamos visto ni siquiera en la inmovilidad policromática
de una foto; éramos tantos que el patio central de la casa del abuelo Felipe
explotaba, no sobrevivía un soberano mosaico libre para caminar y lamentarse,
sin embargo, aunque nosotros habíamos vivido siempre con los abuelos (y yo no
conocía otras paredes más que esas), la casa se manifestaba tan desconocida,
tan absurda y venenosa ese día. Marcela
traé las bebidas, me obligaba mi padre, convidale café a los tíos que yo estoy
mal y no puedo; y qué se creía el viejo, yo también había perdido a la persona
que más quería; Marcela, preguntaría mi tía Ester, ¿No habrá sándwiches en la
cocina?, no lo sé tía, preguntale a mi viejo, contestaba, ganándome un reto por
maleducada, por desconsiderada. Había tantos conocidos sin conocer que
ahogábamos el aire de tanta pena embustera, las ventanas sudaban por el sofoco
y Oscarcito, mi hermano, inanimado a un costado del cajón, rodeado de coronas
multicolores, malolientes, sentado como un maniquí vestido de gala, contemplaba
el acontecimiento como un autista y me sonreía… Si, por desgracia, era el único
que me sonreía... El viejo deliberadamente lo había puesto cerca del cajón para
ablandar los corazones de los invitados, afligirlos de antemano al pésame y era
cierto, funcionaba; Oscarcito los observaba con su cara de adoquín blanco, de
bobo, con sus ojos voladores, como perdido, imitando un pollito mojado, y las
tías, y las primas se acercaban a acariciarlo melosas, mentirosas, demostrando
lo indemostrable; pobre Oscarcito, ellos que son tan frágiles, tan dulces, debe
ser terrible para él, decían, pero, Oscarcito, en realidad, no lo sentía, no
entendía qué sucedía a su alrededor, para él mamá estaba acostada, y por alguna
razón inentendible, firme en un cajón de Madeda, con los ojos cerrados, gélida, como quien no desea ver a las
víboras relamiéndose. La multitud de parientes lloraba y pululaba alrededor del
ataúd como cotorras glotonas, pero, yo lo sabía, la mayoría lloraba por
compromiso (lágrimas de cocodrilo decía el viejo), asistían y lagrimeaban solamente para que nadie hablara pestes
de ellos más tarde, inclusive el viejo que recorría el salón repartiendo
tristezas, con los pantalones arrugados, la camisa afuera, la congoja radiante,
iba y se quedaba tieso a un costado del cajón y acariciaba la frente
desinteresada de mi madre forzando una lagrima que se resistía a salir, y yo,
por supuesto, con las bandejas de bebidas, o de café, repartiendo las empanadas
que habíamos elaborado con Oscarcito, las mías con el repulgue perfecto, trabajado,
y las de él... las de él parecían un amasijo de carne y hojaldre, cruza entre
canelones, caramelos y bolsa de residuos; hay que lindas esas, Que hermoso repulgue, decían las tías, Mhh y están
riquísimas, te felicito Oscarcito, pero era mentira, sus rostros denotaban la
lucha muscular interna entre la falsedad y el asco, pero de mis empanadas ni se
hablaba, no existían, era lo mismo comerse una piedra.
Oscarcito no entendía, pobre, en su mente
pensaría que se trataba de una fiesta, se murió Oscar, tu madre se murió, cómo
podrás sobrellevarlo pobre criaturita, le decían todos, lo sobaban, lo mimaban, de ahora en más Marcela Oscar es responsabilidad tuya, me decía la tía Porota, tenés
un hermano deficiente y ellos sufren más que nosotros, la tía Marta, son más
frágiles, entendés, debes ayudarlo, me lo repitieron sin parar, entre lágrimas
sin gusto, como si fuera el único con permiso para sufrir, y yo, ¿Y yo que?, No
soy de fierro ¿No?. Pero a nadie le importó un comino lo que a mí me pasaba, a
nadie y pase desapercibida como el parpadeo hasta que, por mala suerte, en el
corazón de esa nefasta vigilia, ocurrió algo inaudito, increíble. Yo caminaba
cerca del cajón con una botellita plástica de alcohol para la tía Concepción
que se había desmayado con toda su voluminosa humanidad sobre el improvisado
pedestal del libro de asistencias cuando, casi por primera vez en la noche,
tuve la oportunidad de mirar el rostro blanquecino, granítico, desprovisto de
facciones de mi mama y creí que ella también me sonreía, y realmente lo hacía,
podía jurarlo, pero, desgraciadamente, tropecé con uno de mis primos que corría
atolondrado con un ramo de tallos sin flor arrancado de las coronas y un poco
de alcohol se derramó insidioso sobre la madera lustrada del ataúd; fue como un
grito de guerra; repentinamente, como si hubiera tañido la campana del último
round de nuestras vidas, todos se pararon y enloquecieron, el viejo me propinó
un revés que hasta el día de hoy me imposibilita abrir la boca con facilidad
porque los huesos del maxilar se me traban, dios mío, en qué carajo estabas pensando,
desagradecida de mierda, maldijo mi viejo, no ves que trae mala suerte derramar
algo en el lecho de muerte, si algo nos pasa será por tu culpa, por boba, gritó
el viejo, pero yo no lloré, estaba más asustada que ellos, y una de las tías
corrió a limpiar el alcohol derramado en el cajón con su bufanda de lana tejida
mientras recitaba el ave María y lo hacía con tanta energía y decisión que la
cabeza fría de mi madre se bamboleaba como diciéndome no te preocupes hija mía,
ellos son así, perdónalos. Que niña desconsiderada, opinaban las tías y mi
viejo amagó pegarme otra vez cuando, de pronto, Oscarcito comenzó a chillar y a zarandearse
en su pedestal de olvido como un epiléptico, Ajjujja, Ajjuujja”, oh Dios mío,
dijo una de las tías, y todos corrieron a consolarlo, Ajjuujjaa, Ajjujja,
buahhh!, ¡ buah!, ¡ buah!, pobrecito fue mucho para él, dijeron las arpías, Marcela
anda ya mismo a la pieza y llévalo a acostar y no aparezcas hasta que esté
dormido, sentenció mi padre, y gracias a los gritos de Oscarcito me salvé de más
reprimenda, pero tuve que permanecer encerrada en la pieza recitándole el
arrorró porque mi padre me gritaba cuando no lo dormía de esa manera tan
delicada. Aunque me había salvado con sus gritos, nadie me daba bolilla, a
nadie le importaba, y claro, él era un pobre tonto que se quedaba sin madre,
frágil como un panadero en la brisa, pero las arpías y el viejo no advertían
que para Oscarcito la muerte no existía, ni siquiera comprendía qué era vivir y
quizá solo la muerte lo liberaría del tedio de una inteligencia inconclusa, de
una vida de rincón y, por supuesto, a mí de su carga.
La áspera noche del velorio murió en soledad,
acompañando a Oscarcito, y como no pude ser la mala de la película intenté
explicarle que mamá se había ido por un tiempo, lejos, y que ya no volvería, ¿Y
vos me vas a chuidar Madcelita?, me preguntó acongojado, y sí, si no me queda
otra, qué le vamos a hacer, le dije, que linno chiii, Madcelita me va a cuidar,
si, si, si, y, por desgracia, no pude sacármelo nunca más de encima...
Lo
odiaba, lo odiaba tanto en aquellos días, sabía que debía matarlo, debía
liberarme de él, pero con el odio únicamente no me alcanzaba, me faltaba el
impulso, la decisión...
Más
tarde el abuelo Felipe extravió su acento italiano, pobre viejo enamoradizo, no
pudo soportar la muerte de mi madre, su hija, ella remplazaba a la abuela
regalándole cuotas de cariño suficiente para mantenerlo vivo, contento, y ahora
se quedaba solo, sin nadie, convirtiéndose de la noche a la mañana en un árbol
despojado de sus frutos, como un tronco desierto de emociones; Marcela, por
favor, cambia de una ves a ese viejo podrido que el olor a meo es insoportable,
vociferaba mi padre, y, desgraciadamente para el viejo, lo único que hacía el
abuelo Felipe era mearse y cagarse tres o cuatro veces al día, y yo debía lavarle
la ropa, sacarle los pañales y limpiarle el culo sucio mientras el viejo
renegaba desde la otra habitación tratando de que su voz sobrepasara el volumen
de la televisión; ¿y mi hermano?, nada, solo miraba incomprensivo,
desentendido... A ver vos Oscar, andá para tu cuarto, le decía mi viejo, Marcela
no permitas que él lo vea, no te das cuenta, el bobo no puede ver estas cosas,
Si el no entiende papa, le contestaba, queeee decís mocosa de porquería, y
cruzaba la mano derecha detrás de la cabeza como si fuera a pegarme y se
estuviera reteniendo de rematarme, yo cerraba los ojos, temerosa, y esperaba el
chubasco arrimándome a la primera pared salvadora que estuviera cerca, no digas
eso que los tiró, insensible, malcriada, tuviste la suerte de nacer con
inteligencia y te burlas de un pobre tonto, decía, pero cómo explicarle, cómo
decirle que yo no era la insensible; yo, la única que se preocupa por el
abuelo, ¿y vos qué?, pensaba, y mi hermano el bobito ¿qué?., pero sería como
pretender enseñarle a sumar al viento.
A pesar de eso murieron los meses y el abuelo Felipe
fue viajando del living a la cocina y de
la cocina al patio y del patio a su pieza, retraído, observando el aire
inalcanzable de la calle a través de las rendijas desvencijadas de la persiana;
para colmo el viejo no se soportaba la nauseabunda pestilencia de los
descontroles fisiológicos del abuelo que semejaba una estatua, y estaba pelado
y lleno de verrugas, cada día le descubría una nueva, ni siquiera movía un ojo,
dormía y comía sentado en el banco, A ver, uno por la nena, ñamm, Otro por el
nietito, ñammm, papilla, puré, lo único que podía darle para no tener que
limpiarle sus decrépitos postizos más tarde.
Mi padre todos los principios de mes recogía la irrisoria jubilación del
abuelo enfermo y no le compraba ni siquiera una aspirina, Para qué le voy a
comprar remedios si al rato los caga, opinaba; Para colmo los tíos y las tías
venían a visitarnos y maldecían por como yo lo mantenía, sucio, estrecho, Lo
está matando, se va a morir, y miren a Oscarcito, pobrecito, ¿Cuándo le vas a
cambiar esa remera Marcela?, Cuando tenga otra pensaba, Y el viejo, avergonzado
según él, me dejaba toda la noche sin dormir por no cumplir con mis
obligaciones, cosiendo hasta lo que no estaba roto, y él, Oscarcito, no se
dormía, me acompañaba hasta los saludos del sol preguntándome taradeces, o
pinchándose los dedos con las agujas, que insoportable.
Por supuesto a Oscarcito lo acariciaban, apretaban sus
mofletes, aplaudían, Miren: ya sabe sumar dos más dos, y le regalaban cosas, y Oscarcito, para variar, terminó alzándose
con todos los laureles una tarde en que toda la familia nos visitaba chupando
cerveza en la cocina, yo planchaba en la pieza y el abuelo miraba la nada
atornillado en su banco inmemorial cuando de repente Oscarcito comenzó a
gritar, a ladrar parecía, ¡ Ajuja!, ¡ Ajuja!, y todos se asustaron y corrieron
a su lado, ¿Qué le pasa Marcela Porqué grita así?, No lo sé, él es así, grita,
y días después volvió a repetir la misma actitud, los mismos gritos, los
zarandeos, los Ajuja, Ajuja y señalaba al abuelo, hasta que al final, nos dimos
cuenta cual era el motivo de sus gritos: Oscarcito gritaba cada vez que el
abuelo pretendía mearse o cagarse encima y gracias a esos gritos podía
cambiarlo a tiempo, podía liberarlo de esos enormes pañales antes que se
ensuciara y algunas veces hasta logré llevarlo anticipadamente al baño. Era
increíble el maldito, con unos grititos se había comprado a toda la familia,
que suerte tenía...
Ya en se momento pensaba despacharlo, desaparecerlo,
quedarme sola, Madcelita te ayudo, dale, me imploraba, Para qué, pensaba, si
seguro vas a refregar los pañales asqueados de porquería por el piso.
Desgraciadamente el abuelo Felipe no pudo resistir semejante dolor, además, en
su interior, pensaría que el insoportable de Oscarcito lloraba y gritaba por su
culpa, pobre viejo, y también nos dejó, pero no hubo fiesta, ni velorio siquiera,
ni calas negras. Mi padre cambio su actitud derrotista hacia la vida por unos
días, flotaba de alegría, Al fin se fue ese viejo podrido, decía, Suerte que me
dejó la casa, ahora es mía, y en un bostezo se apoderó de todo, tiró los
recuerdos y chucherías de los abuelos y plantó en su lugar botellas de cerveza
que germinaron como los yuyos y colillas de cigarrillos y ropa sucia, Este
cuarto es mío, balbuceaba con tufo a cirrosis, No lo toques con tus manos
sucias, y cuidá de tu hermano el estúpido, querés, y de ahí en más nunca más me
llamó su hijita preferida, ni me agradeció un mate, Es tu deber, alegaba, y
cuando no llegaba acogotado de borrachera lo llamaba a Oscarcito para reírse
con él, los dos solos en su pieza, A ver como juega el niñito tonto con las
manos, a ver como baila, y Oscarcito, sin una pizca de vergüenza, (carecen de
pudor), bailaba como un mono asediado por las pulgas, revoloteaba los brazos y
a veces tiraba una botella de cerveza
vacía al piso o se tropezaba y mi padre se destornillaba de la risa. Como lo
odiaba, si Oscarcito no estuviera, pensaba, el viejo jugaría conmigo, yo le
bailaría y tiraría las botellas al piso, pero no, era él, el tonto, que luego
terminaba de payasear y entraba agitado en la pieza queriendo jugar conmigo... que
insoportable.
Si por lo menos el inaguantable hubiera crecido a la
par de su físico las cosas tendrían otro color. Cuando cumplí dos años
Oscarcito tenía seis, era mi hermano mayor y yo lo imitaba, y cuando alcancé
los cinco estábamos todo el día juntos, jugando, saltando, él hacía lo que yo
quería, era como mi juguetito personal, Oscarcito ponete esta vincha, le decía,
y el tonto se soportaba las patadas, Empujame el karting, y no paraba de
divertirse empujándome; Llegué a creer que estaba ahí solamente para hacerme
feliz y jugar conmigo, pero no todo era Navidad, su personalidad asustaba, mis
compañeritos del jardín y los chicos del barrio, huían, me tenían miedo, claro,
íbamos a todas partes juntos, en realidad mama me lo encajaba y en mi inmadurez
no entendía el miedo de la gente, en la plaza me hamacaba y los niños salían
llorando, o corrían a abrazarse a sus madres que también huían despavoridas, no
vaya a ser que se contagie, pero no señora, la deficiencia no se contagia, no
sea tonta, pensaba, y me quedaba sola, por su culpa. Y en las mesas familiares,
en las reuniones, nos sentaban a un costado, lejos de la vista, No dejes a
Oscarcito solo Marcela, cuidalo, es tu hermano, Pero si yo soy la menor pa, Hace
lo que tu madre te dice y no discutas, decía el viejo, Madcela aquí, Madcela
allá, Madcela ppu, pu, pu, ta, ta.
Más tarde acaricié los ocho y nos quedamos solos y ya
no me lo soportaba más... Oscarcito era enorme, debía agacharse para darme la
mano, pero era yo quién lo llevaba al instituto en el subte y la gente nos
miraban como marcianos y caminábamos por las veredas virulentas, o por la plaza
Congreso debiendo forzarme para que no se fugara corriendo como un perrito
detrás de las palomas, Mirá, decía la gente, Que bárbaro, la lleva de la mano,
debe ser su hermanita, y lo miraban con cariño, lo aplaudían con la vista, no
se le acercaban, pero lo felicitaban en silencio por llevar a su hermanita de
la mano, ¿Pero no lo ven, son ciegos?, ¿No se dan cuenta ?, yo lo llevo,
soy yo, él es un tonto, no lo ven... No... No lo veían.
Después, gracias a dios, el inaguantable ya no creció
en altura se quedó petiso, pero le brotaron pelos hasta donde uno no podía
imaginarse, y por supuesto, ¿Quién debía afeitarlo porque si lo hacía él se
tajeaba la cara?, yo, su hermana, algunas veces movía su enorme cabezota blanca
más grande que mi pecho y lloraba como un condenado por un mísero tajito; Mas
tarde aparecía detrás de la puerta de mi cuarto con la cabeza gacha,
puchereando, pidiéndome perdón con los ojos, Sody Madcelita y me estrechaba
empalagoso entre sus gomosos brazos... Habría que llevarlo a donde ya sabes,
decía el viejo, Ya está en edad de merecer. ¿Ehh? ¿Qué te parece Oscar?, te
consigo una con buena cola ¿Qué tal? y te borras esa expresión de virgencito
que tenés en la cara. Chhiiii, chi, le contestó Oscarcito, aunque no entendía
ni medio, qué podía saber sobre las mujeres, para el viejo era un bufón
involuntario, solo eso, y aprovechó y se lo llevó una noche farsante y fui
yo quien tuvo que bancárselo cuando regresaron. Cómo lloraba Oscarcito, nunca
lo había visto tan asustado, y el viejo, para colmo, gritaba desencajado desde
el baño, Es un tarado, un tarado, eso es, no se para qué me gaste tanta plata
en él, y era verdad, tantos problemas nos traía Oscarcito...
Los años me sofocaron y llegué a séptimo grado
cuidándolo todo el día, y nadie se me acercaba, Tiene un hermano tonto, Es la
hermana del estúpido, y los chicos iban a bailar y yo me quedaba hastiada en la
casa, ¡No!, ni lo pienses, chillaba mi viejo, mi hija no va a andar putaneando
por ahí, pero pa, ya tengo 12, Justamente, bastante tengo con el estúpido y vos
como para que te aparezcas embarazada y traigas otro estúpido más a la casa, te
quedas y cuidas a tu hermano. Además, grabátelo bien, es hereditario... Cómo
lloré esa noche, no pudo decirme nada peor, hubiera jurado que estuvo casi toda
su vida esperando el momento para decírmelo, para lacerar mi alma con esas
palabras. Pero, aunque con el viejo ya nunca más fue lo mismo, la vida
continuo, y el tiempo se extinguió y Oscarcito cargaba los 18 y continuaba
durmiendo conmigo, me daba vergüenza cuando sangraba y él lo notaba, me
perseguía hasta el baño y gritaba y golpeaba la puerta, ¿Madcelita estas bien?,
Madcelita contestame, y ponía su inmunda cara de puchero, Te ladtimaste Madcelita,
te ladtimate la chochita, y lloraba por mí; como explicarle, como decirle que
no era algo malo, sino todo lo contrario, que yo estaba contenta, que me sentía
mujer, pero Oscarcito lo cantaba todo el día y pedía ayuda, Madcelita está enfedma,
ayudenla, sangda, y el barrio completo se enteraba y no podía asomar la cabeza
al sol de la vergüenza.
No lo soportaba
más, en la televisión había observado miles de formas de matarlo, soñaba con
ahorcarlo, liberarme de su carga. Una noche me fui, me escapé, quería, deseaba fervientemente
ir al cumpleaños de Alejandra, pero el tonto se despertó y comenzó a gritar, Madcelita,
Madcelita se fue, No, buahh, buah, se fue con mama y no va a regresar, y el
viejo se levantó y fue a buscarme hasta la casa de Alejandra, y en medio del
baile, a la vista de todos, me rompió la piel a cachetadas, y después continuó
en casa sin parar, Nooo!, no le pegues a Madcelita, ¡No !, bata, bata, le
decía Oscarcito, se paró delante del viejo haciéndole frente, enfureciéndolo
aún más, gritando, zarandeándose, Ajuja, ajuja, no le pegues a Madcelita, no le
pegues o te reviento, pero fue por tu culpa, pensaba, si te hubieras callado,
si no hubieras llorado... y el viejo, con la cerveza espumeando en su sangre me
encerró, no quería que saliera, y a Oscarcito también lo encerró, conmigo para
colmo. Si te hubieras callado, pensaba, si hubieras cerrado tu torpe bocota. Y
a partir de ese día, Oscarcito comenzó a mirar con mala cara a mi padre, ya no
le bailaba y el viejo terminó cansándose de él, A los veinte te busco un
trabajo, no sé de qué, de barrendero, pero algo vas a hacer, le dijo Y vos
también, agregó, Madcelita no, ella me cuida, con madcelita no te metas, y yo
le rogué a dios que se lo llevara, que no despertará a mi lado con su cabezota
grasienta, su respiración dificultosa, su enorme cuerpo insulso, descolorido,
de esa manera tendríamos tiempo de sobra con el viejo para lavar las heridas,
tiempo para estar solos, para querernos, pero no fue así. Ya me veía con
treinta años y cuidando de Oscarcito, ¿Quién se me acercaría?, ni las mocas.
Ahora ya estoy decidida, es simple, Oscarcito,
alcánzame por favor las galletitas de allá arriba, subite a este banco, y
pum... listo, pero no me animaba. En el fondo Oscarcito me quería, se
preocupaba siempre por mí, no era culpable de su inutilidad, de su torpeza,
pero si lo desaparecería, pensaba, los retos de mi padre se acabarían, y
también su indiferencia, los problemas, las peleas, si al fin y al cabo el
viejo tampoco se lo soportaba, por eso nos trataba tan mal. Papa no nos quede
Madcelita, ¿pod qué no nos quede?, y no sabía que contestarle, solamente creía
que si me libraba de él yo iba a pasar a ser la pobre que perdió a un
hermanito, al Oscarcito que tanto quería y cuidaba sin parar. Debía
planificarlo bien, calcular el momento justo, que pareciera un accidente,
porque si fallaba, si no lo lograba, no me alcanzaría toda la vida para superar
el castigo...
Estaba decidida, además mediaba la secundaria, había
crecido, y no podía vivir encerrada por su culpa, mi padre debía dejarme un
poco de libertad, de independencia. Lo pensé bien, lo planifiqué a la
perfección, solamente necesitaba el impulso, la valentía, pero él lo hizo por mí...
si, lo hizo por mí...
Llegué del colegio un mediodía fogoso, pegajoso y ahí estaba, en el piso, con la cabeza abierta, el charco de sangre inmortalizando la escena en la alfombra, los ojos salidos de sus órbitas, como diciendo no puede ser, ¿Por qué a mí?, porque te lo tenías merecido, pensé, pero no lo diría, a ver si regresaba de la muerte. ¿Ud. los conoce?, me preguntó el agente de policía, ¿Quién es Ud.?, Yo. Yo soy su hija agente, le conteste. Cómo pudo hacerlo dios mío, cómo pudo, dije y me arrodillé a su lado e intenté con todas mis fuerzas de llorar pero las lágrimas no salieron. En realidad sentía alegría, como si un peso descomunal se me hubiera quitado de encima. Libre, libre al fin, pero ensayé mi mejor gesto de tristeza, de niña desamparada, ultrajada, Deberá acompañarme a declarar, Como Ud. quiera agente, le contesté, eran mi familia sabe, mi única familia”, Pobre niña, pobre niña, seguía diciendo el agente por lo bajo.
Hoy ya no es lo mismo, a veces lo extraño, lo extraño
casi de la misma forma como se añoran esos juguetes rotos o que tiramos sin
darnos cuenta, sin embargo, a él lo sigo viendo, gracias, mil gracias, le digo,
como puedo hacer para que lo entiendas, pero sé que él lo entiende y sonríe,
siempre me entendía y sonreía y me cuidaba y volvía a sonreír, a su manera
tosca pero efectiva no permitía que nadie me pegara o levantara al voz; dicen
que en poco tiempo saldrá del instituto, el pobre infeliz no le haría daño ni a
una mosca, Fue un achidente, decía Un achidente, un achidente Madcelita, y
quien no le iba a creer, con ese gesto de desentendido, de tonto enamorado,
esos ojos achinados, la mirada desorientada, la piel blanca, la sonrisa y el
afecto fácil, aunque los dos sabíamos la verdad, pero sería nuestro secreto,
nuestro secreto de por vida.
Un achidente, ja ja...
Mas lejano que los silencios por Daniel Ramon La Greca se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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