El acantilado o el
suplicio de la tormenta.
Estas son las últimas horas de mi vida. Probablemente
antes de que amanezca moriré congelado. Alguien dictaminó alguna vez que morir
ahogado era la peor de las muertes posibles. Sentir como el agua intrusa
penetra con violencia y crueldad en tus pulmones destrozándolos sin piedad es
terrible. Es la muerte más ingrata para todo aquel que vive del mar. Pero por
lo menos es una muerte inmediata, piadosa, humana. La áspera agonía puede durar
como máximo dos o tres minutos. Pero morir congelado... morir congelado es otro
cantar, es doloroso, agónico, inclemente.
Estoy solo, la oscuridad rodea hasta los pensamientos,
hace mucho frío, el cuerpo me tiembla, me duelen las manos y la piel y no sé cuánto
tiempo más podré resistirlo. Un océano fúnebre y angustioso me rodea y he
perdido completamente la esperanza de que algún buque de prefectura o una
barcaza de pesca se presente y me libere de este sufrimiento monstruoso, del
dolor y de la muerte. Hace varias horas ya que siento el final jadeando
codicioso a mi lado y tal vez lo único que me libere de tanto sufrimiento, de
tanta angustia: sea que mi corazón claudique y falle. Aunque parezca absurdo es
el deseo más fuerte que he tenido en mi vida... morir, morir de una vez por
todas. Un paro cardíaco y listo, no más dolor, no más sufrimiento ni frío; pero
si fuera tan fácil... si fuera tan simple.
Solo espero que tanto sufrimiento no haya sido en vano.
Si mi corazón se ha propuesto aguantar hasta finalizar esta grabación, espero
no caer en el olvido de las olas y que un alma piadosa encuentre este sarcófago
flotante. Porque en eso se ha transformado justamente este bote salvavidas: en
muerte.
Cuando horas atrás descubrí este pequeño grabador en el
bote pensé que Dios lo había puesto ahí encomendándome la misión de contar los
extraños y horribles sucesos que concluyeron con el hundimiento de mi barco, el
Gardel II, y con la dolorosa desaparición de toda mi tripulación. Pero
después de tanto dolor, de tanta angustia, puedo asegurar que Dios no existe, o
por lo menos que está ocupado en otras cosas más importantes y me ha abandonado
a mi suerte. El mar es cruel, demasiado cruel para enfrentarlo solo y la vida
demasiado frágil como para enfrentársele y ganar sin su ayuda...
Aquel que tenga la mala suerte de encontrar esta dolorosa
grabación debe conocer, como primera medida, la existencia de un barco
encallado a unos cuantos kilómetros de la desembocadura del río Quequén en la
provincia de Buenos Aires. Todos en Necochea lo conocen, lo han visto o han
escuchado hablar de él. Hace varios años ya que permanece ahí, quieto,
desafiando la muerte, pudriéndose poco a poco por el óxido y el descuido.
Acumulando sal desde los años sesenta cuando una tormenta descomunal azotó los
balnearios Bonaerenses (y es bien sabido que en Necochea y aledaños suelen
congregarse los vientos más poderosos de la zona) destruyendo todo a su paso.
El buque se desprendió de la escollera y sin defensa posible contra la tormenta
recorrió descontrolado varios kilómetros, encallando violentamente a menos de
doscientos metros de la playa para no recuperarse jamás. Esa es la historia de
aquel buque desdichado. Su silueta oxidada y cadavérica puede contemplarse
desde las playas de Necochea, desde el faro y, por supuesto, desde el mar, como
una clara advertencia de su brutalidad e inclemencia.
Solo les pido a las personas que escuchen esta grabación
que destruyan inmediatamente aquel horrible y perverso barco encallado. Deben
destruirlo en mil pedazos, borrarlo de la faz de la tierra. Es mi último deseo.
Sé muy bien que él fue el culpable de todos nuestros sufrimientos. Bien lo
decía uno de los tripulantes de mi barcaza, Bruno, (el biólogo marino): “La
culpa la tiene el barco capitán. El barco aquel de la costa. Todo comenzó
cuando pasamos cerca de él”, y Bruno tenía razón. Esta catástrofe se debe a la
presencia de aquel horrible barco semihundido. Todos en el Gardel lo supieron
desde un principio y, aunque yo tardé en confirmarlo, ahora lo aseguro.
No sé cuánto más podré resistir, tengo mucho frio y
miedo. El vaivén y el meneo solitario de las olas me llevan, me atrapan. Siento
demasiado cerca la presencia salada de la muerte. Observo el cielo nocturno
buscando respuestas o alguna necesidad a aquellos hechos nefastos y sin embargo
no veo nada. Solo el frío, la oscuridad y la eterna soledad destructiva del
mar.
Los acontecimientos que vivimos en el Gardel no tienen
explicación. Miro hacia atrás y solo distingo acontecimientos de una crueldad y
naturaleza fuera de este mundo, eventos que solo pueden pertenecen al escabroso
mundo de las tinieblas y los espíritus. No sé quién o quienes descubrirán este
maldito bote con mi cuerpo muerto, pero les ruego, les imploro con mi último
aliento: ¡destruyan el barco!... ¡Destrúyanlo! ¡Por favor!
Hace tanto frío. Solo me rodea la oscuridad, la mortaja
del mar y el desconsuelo. Ya no siento mis labios y tengo que cerrar los ojos
porque ya no soporto el dolor del congelamiento. Nadie en la tierra merece
sufrir lo que mi tripulación y yo sufrimos en estos tres días, nadie. Y tampoco
creo merecer esta muerte tan atormentada. El buque es el único responsable. No
me canso de repetirlo porque lo odio hasta en lo más profundo de mi alma. “Esta
maldito” decía Osvaldo el timonel, otra de las víctimas de la venganza de aquel
horrendo navío. Osvaldo opinaba que el barco encallado anhelaba la oscura
indiferencia del fondo del mar. “No le gustan las miradas”, decía. Y un poco de
razón tenía Osvaldo, ahora lo sé; a quién le gustaría estar años y años enteros
ante la vista de los curiosos una vez muerto... es un destino humillante,
vergonzoso. Sin embargo, nosotros no tuvimos la culpa de que el barco se pudra
en su tumba de arena para merecer su irritación. Fue culpa de la tormenta. Solo
de ella.
Todo comenzó el 5 de julio cuando salimos del puerto de
Quequén. Éramos siete personas en el Gardel, seis tripulantes y un biólogo
marino (Bruno) cuya única misión era recabar datos sobre una supuesta colonia
de lobos marinos en los acantilados más allá de Costa Bonita y del barco
encallado. Como así también la probable presencia de un grupo de orcas en estas
aguas todavía no tan frías como las de la Península Valdés. Algo insólito
acontecía ese mes en el mar. El pique había aumentado como nunca. Las barcas
regresaban al puerto con sus bodegas misteriosamente saciadas de pescado y
alegría; y la empresa propietaria del Gardel, al ver la oportunidad de unos
cuantos dividendos, nos largó de vuelta al mar. Según Omar el motorista (otro
de los desaparecidos), la barca necesitaba reparaciones urgentes. Todo motor diésel
marino necesita recambios y arreglos menores después de una travesía y no
habían transcurrido más de dos días desde nuestro regreso al puerto.
- No sé si resistirá
mucho – me dijo Omar esa tarde apestando a combustible.
- Pero yo confió en
vos, sos el mejor - le conteste -Y sé que sabrás arreglártelas.
Omar me miró con
desconfianza, pero la empresa había prometido paga extra y tres semanas de
descanso. Además, según las expectativas, solo nos tomaría tres o cuatro días
llenar la bodega, quizás menos. Y contábamos con la suerte de que casi todas
las barcas regresaban y el puerto era un atascadero de botes amarillos
esperando turno para vaciar sus heladas bodegas.
Como ya dije éramos siete en el Gardel, además del
timonero Osvaldo y el motorista Omar, estaban Julián el segundo al mando, el
biólogo Bruno y dos ayudantes para las redes. Jóvenes principiantes que no
formaban parte de la tripulación estable del Gardel, pero que yo ya conocía de
otras jornadas porque pertenecían a la empresa.
Para abandonar el puerto esperamos con impaciencia más
de cuatro horas. El puerto era un caos de barcazas en movimiento y marineros
enloquecidos. Pero cuando esa tarde del 5 de julio ganamos el mar: no había más
de tres barcos pescando en los alrededores además del nuestro. Y eso era bueno.
El motor de la barcaza roncaba a la perfección, el mar
discurría calmo y la silueta amarilla y gastada del Gardel se reflejaba
alborozada mientras avanzábamos a aguas más profundas. Bruno fue el primero de
todos en observar algo extraño; o por lo menos extraño para él. Al parecer
imaginaba, o veía, que el barco encallado de la costa se movía. Los ayudantes
comenzaron a cargarlo y tomarle el pelo aduciendo que veía visiones. Julián
sacó su cabezota grisácea desde una de las ventanas del puente gritando que lo
dejaran en paz. “No es la primera vez que se mueve”, gritó “Ya se ha movido
otras veces de su posición”. Y era cierto; cuando el mar crecía el buque se
desprendía de su prisión de arena y deambulaba por la costa como un zombi
desplazándose unos cientos de metros de su tumba.
Todos miramos al barco. Su silueta decaída y oxidada se
perdía a medida que nos adentrábamos en el mar... y se movía.
Infinitesimalmente a tanta distancia pero se movía. Bruno dedujo que el barco probablemente
había varado en una especie de cuenca marina y de alguna manera misteriosa
flotaba en las crecidas. Era una probable explicación científica al hecho pero,
tal vez, podía tratarse de un efecto visual producido por el movimiento de las
olas. Muchos marineros en los bares del puerto relataban las estremecedoras
caminatas del barco a través de la costa. Decían que el espíritu del barco se
resistía a morir. Pero yo nunca, hasta ese momento, lo había visto con mis
propios ojos y me pareció tenebroso. “Algún día vendrá una tormenta infernal y
lo ayudara a superar su prisión de arena. Estoy seguro de eso. Y se hundirá por
fin en el mar”. Agregó Osvaldo.
En el crepúsculo llegamos a la zona donde debíamos
soltar las redes y remolcarlas. El sol se sofocaba entre un cúmulo de nubes y
el barco encallado se había perdido detrás del horizonte. Bruno sufría de lo
que todos llamamos periodo de acostumbramiento al meneo del mar. Mareos,
vómitos y otros malestares insoportables. No se recuperaría hasta el día siguiente.
Día en el cual Osvaldo opinó que para él las redes ya estaban saciadas de
peces. Fue en la noche de ese mismo día cuando comenzaron a escucharse los
extraños y repetitivos golpes contra el casco del Gardel. Pum, pum, pum. El mar se contorsionaba con suavidad y supusimos que
algo se había enganchado en la quilla y la golpeaba. Bruno, en su delirio,
declaró que escuchaba voces extrañas. Según él el mar le decía cosas, le
susurraba secretos y misterios horrorosos. A todo marino le ha sucedido alguna
vez. Pero solo se trata de la mente buscando algo de compañía entre tanta
soledad y vastedad. Al otro día, el 6 de julio, comenzamos a recoger las redes.
Osvaldo tenía razón: rebozaban de peces. Era sorprendente, algo parecía
atraerlos hacía la costa, hacia nosotros. “La suerte” opinó Julián, “solo un
poco de suerte y nada más que eso”. Sin embargo, jamás en mi vida había visto
al mar tan sosegado, tan silencioso y afligido, pero tan peligroso al mismo
tiempo. El día estaba nublado, gris, un gris de tumba y al fondo una tormenta
infernal exhibía su perversa presencia. Por la tarde, Mario, uno de los
ayudantes de no más de 18 años, descubrió un objeto misterioso flotando a unos
doscientos metros de la barcaza, pero como estábamos ocupados cargando las
bodegas no le dimos importancia hasta que por sí solo el enigmático objeto
golpeó el casco a estribor. El golpe fue seco, lapidario, como un hueso
roto. Lo izamos y comprobamos que se
trataba de un trozo de metal oxidado posiblemente resto de algún naufragio.
Medía unos cincuenta centímetros cuadrados y un espesor cercano a los tres
centímetros. Aunque estaba bastante oxidado y parecía una esponja de tan
corroído era imposible que flotara tranquilamente en el agua sin hundirse. Y
mucho más misterioso todavía que chocara contra nosotros. Por supuesto ahí
empezaron los desvaríos. Desde que era el fantasma de algún naufragio, hasta
historias de espíritus y demonios marinos inexistentes. Todos reímos y cuando
dije que lo devolvieran al agua: Bruno, (que todavía estaba inmerso en sus
malestares de acostumbramiento), me rogo que lo guardara. Según él: estudios
posteriores podían aclarar de donde o a que barco había pertenecido. “Puede ser
resto de un naufragio importante”, dijo. Para colmo Omar agregó que le notaba
un parecido al barco de la costa, “El color, el óxido, ven”, dijo señalando la
aparente correspondencia, “A simple vista diría que es muy viejo, ya no se
construyen con planchas tan gruesas”. Pensé que era importante y accedí. Fue el
peor error de mi vida. Y ahora que lo sé, arañando la muerte, sintiendo su fría
presencia, volvería atrás y dejaría ese trozo de metal oxidado en el agua. Pero
estoy seguro de que nos hubiera perseguido hasta lograr su cometido.
Durante la tarde trabajamos con un frenesí inusitado. Un
fervor que le convenía únicamente a Bruno. Cuanto más rápido termináramos de
llenar las bodegas más rápido partiríamos en busca de la colonia de lobos
marinos y las escurridizas orcas que a él tanto le interesaban. No era la
primera vez que llevaba científicos en mi barco. En cierta forma me fascinaban
los estudios que realizaban.
Por la noche de ese día empezaron realmente nuestros
problemas. El motor dejó de funcionar, se paró por completo y tosió como un
viejo escupiendo su alma y Omar jamás pudo volver a encenderlo. Estuvimos unas
cuantas horas encerrados en la sala de motores ayudándolo, pero fue imposible.
El barco no quería moverse de ahí. Y nuevamente comenzaron los ruidos, los
golpes en la quilla. Pum, pum, pum. Era desesperante.
Parecía que alguien o algo apaleaba el casco con la clara intención de
asustarnos. No eran golpes comunes, eran tenebrosos, sobrenaturales. Sumado a
ello una niebla imposible se instaló a nuestro alrededor. Era pegajosa y tan
pesada y omnipotente que merodeaba hasta en los camarotes, como el aliento
repulsivo de un muerto. El silencio afuera era total. Solo se escuchaba el
odioso golpeteo del casco taladrando nuestras almas. Ahí sobrevino el primer
indicio de locura en la tripulación. Julián, el grandote, gran amigo mío de
años y marino de sangre, empezó a decir cosas inconcebibles. “Es él. Es él. Quiere
entrar, no debemos permitírselo. Cuando le preguntamos de quién hablaba no supo
contestarnos, solo dijo: “Ya no hay salvación, no hay salvación posible, solo
la muerte”, deliraba, deliraba y gritaba. Lo único que logró con esas palabras
fue enajenarnos a todos. La niebla, los golpes contra el casco, las palabras de
Julián, el miedo, todo creaba un ambiente de estremecimiento y pesadumbre sin
par. Para colmo un olor a pescado podrido destruía el aliento; y era imposible
porque las bodegas tenían hielo y frio suficiente como para mantenerlos frescos
durante varios días, pero deambulaba un olor tan penetrante en el ambiente que
parecía emanar de nuestros propios huesos. Ariel, el otro ayudante, dictaminó
que todo aquello había comenzado cuando levantamos el trozo de metal oxidado
del mar y corrió por la borda del Gardel gritando que lo regresaría al agua.
Nadie se le interpuso o le dijo “Pará. No lo hagas”. En el fondo todos
pensábamos lo mismo. El trozo de metal tenía una omnipotencia y maldad difícil
de resistir.
La niebla era tan pesada y pegajosa que la visibilidad
no superaba los dos metros. La silueta de Ariel desapareció por la cubierta
internándose misteriosamente en una especie de infierno plomizo y
desconsolador. Todos en el puente esperamos en silencio el lamento del agua
recibiendo aquello que jamás deberíamos haber izado. Pero no sucedió nada.
Transcurrieron unos minutos y el silencio oprimió nuestros corazones al máximo.
Para colmo el ruido maligno se había detenido y nadie se animaba a ver qué había
pasado. Era el miedo, el miedo que se horrorizaba esa noche... Al final, sin
pensarlo, salimos. Julián abrió la puerta, Mario, el otro muchacho y yo lo
seguimos apretados del pánico. Afuera no se oía nada. El silencio era total y
el olor aterrador. Caminamos unos metros por la borda y escuchamos unos
lloriqueos desgarradores. Yo tropecé con algo en el suelo y casi me muero del
susto. Alumbramos y vimos a Ariel tirado en el piso seco, misteriosamente seco
del puente, sosteniéndose las manos y llorando. “Me quemé, Dios mío, me quemé”.
Al parecer, según decía, el metal del trozo estaba caliente, tan caliente que
se había quemado las manos al intentar tirarlo por la borda. Sus dedos,
chamuscados, presentaban laceraciones y en las palmas me pareció que asomaba
dolorosa una porción de sus huesos. En ese instante, preso por la terrorífica
visión, Mario gritó e intentó tirar el trozo de metal al agua. Yo lo vi con mis
propios ojos. Se puso los guantes para las redes y avanzó decidido. Lo curioso
es que gritaba. “Maldito engendro, ya verás”. En la niebla pudimos ver que
había logrado apoyar el diabólico trozo de metal en la borda y cuando estaba
por empujarlo, sucedió algo increíble: resbaló en la nada y en un suspiro el
trozo de metal golpeó contra la borda y Mario desapareció en medio de un grito
desgarrador. Tratamos de ayudarlo tirando los salvavidas y alumbrando el
cristal negro del mar, pero no lo hallamos por ningún lado. Fue imposible. Algo
se lo había llevado y, cómo no se escuchaban gritos de auxilio, supusimos que
no había sobrevivido. El mar nos asediaba demasiado quieto y silencioso, casi
de luto, por lo tanto, si estaba vivo, sus chapoteos desesperados deberían
escucharse. Una hora más tarde, vencidos, volvimos al camarote. Julián continuaba
diciendo que “él” se lo había llevado, pero ahora aseguraba que ese “él” era el
barco, “¡El barco se lo llevó!”. Por supuesto cancelé todo de inmediato.
Los lobos deberían esperar otra semana. Evidentemente asustados intentamos por
todos los medios posibles a nuestro alcance de arreglar el motor. Le solicité a
Julián que se dejara de joder con esas locuras del barco y utilizara la radio
para avisar a prefectura o a alguna barca pescando en las cercanías. A las tres de la mañana desistimos de
arreglar el motor e intentamos dormir. Sin embargo nos fue imposible. La muerte
de un compañero puede ser desesperante, amarga y especialmente en estas
terribles condiciones. El ruido retumbaba cada vez más fuerte, con insistencia.
Era imposible sobrevivir con ese ruido, ese olor y esa niebla. Además recordaba
a Mario y en jirones de inconsciencia lo veía gritando desesperado mientras se
ahogaba. Aunque, en realidad, nos había dejado tan misteriosamente como el
trozo de metal había aparecido en nuestras vidas.
Ahora, muerto de frío, solo en el medio del mar, de la
nada en definitiva: el recuerdo de aquellos golpes sigue atormentándome. A
nadie le deseo una noche así. Es peor que el infierno. La madera de la barca
crujía como nunca, como el hueso de una calavera. Parecía hablar con algún
demonio del mar, rogándole que la dejara tranquila. Era espantoso. Pero el
ruido continuaba. Todos tratamos de dormir. De superar esa noche. Pero a eso de
las cinco de la mañana, cuando unos leves rayos de luz aparecían tímidos en el
cielo, Julián, el único que se había quedado despierto tratando de solicitar
ayuda por la radio: nos asustó con unos gritos terribles. “Miren, ahí a
estribor, miren”, decía. Desesperados salimos a cubierta y vimos la causa de
sus gritos. Era un buque y estaba increíblemente pegado a nosotros. Su caso de
metal oxidado raspaba insidiosamente el de la barca. Mi pensamiento inmediato
fue: qué estúpido podía navegar de esa manera tan inconsciente, pero al mismo
tiempo estaba contento porque aquella pesadilla terminaría ahí mismo. Sin
embargo, el barco estaba apagado, mudo, desolado. Gritamos. Hicimos juego de
luces pero no pasó nada. El barco estaba muerto. Sus planchas de metal
chillaban. Y el miedo... el miedo hablaba a los gritos en ese instante. El
barco estuvo unos cuantos minutos a nuestro lado y después se apartó. Tenía una
silueta similar al barco encallado de la costa. Todos nos dimos cuenta del
hecho y enmudecimos y cuando el sol ya mostraba su poderosa corona de luz en el
horizonte el barco desapareció de la misma manera en que había venido… de la
nada. Dejando un sabor a espanto y turbación en nuestra almas imposibles de
resistir.
Por suerte la luz del día ayudó a despejarnos y
sobrevivimos a la horrible visión. Osvaldo, decía que la culpa la tenía el
trozo de metal, y nadie se atrevió a desafiarlo. Hacía el mediodía del siete de
julio estábamos todos en cubierta tratando de ver si aparecía Mario o un barco
para salvarnos. Nada parecía funcionar en el Gardel. Las baterías se habían
descargado misteriosamente y la radio se había apagado por completo aunque Julián
aseguró que lo habían escuchado. A eso de la una del mediodía apareció una
columna de tierra en el horizonte y era tierra conocida. Eran los acantilados
de la costa mostrando su rostro imperturbable y alargado. Bruno se puso
contento. “Quizás el mar nos lleva él solito hacia los lobos marinos”, dijo.
Pero mi miedo era otro. Un posible encallamiento sería demasiado. Nos
acercamos. En realidad el Gardel se acercaba solo. Y llegamos a estar a
trescientos metros de los imponentes acantilados. Si alguien tuvo la oportunidad
de visitar anteriormente esos acantilados, verá que son bastante escarpados.
Además están llenos de huecos donde las gaviotas construyen sus nidos y el mar
choca contra ellos como si deseara vencerlos. De pronto Julián gritó que veía
algo insólito en los acantilados. Todos nos acercamos a la popa curiosos. Y era
verdad. Sobre el fondo marrón y escarpado se adivinaban unas construcciones
extrañas parecidas a columnas. El barco se acercó unos metros y obtuvimos una
panorámica más detallada del fenómeno. No eran cuevas de gaviotas. No había
ninguna. Ni siquiera volaban alrededor de nosotros atraídas por el horripilante
olor a pescado podrido del Gardel. Jamás en mi vida había visto una
construcción así. Parecía un templo de épocas remotas de la humanidad. Podía
jurarlo. Sobresalía de la roca del acantilado como las garras de un león y era
atemorizante. A los costados tenía unas enormes estatuas que parecían animales
marinos, pero eran completamente distintos a cualquier animal existente. Bruno
opinó que se trataba de animales ya extintos; de la época de los dinosaurios. O
eso le pareció. De pronto un golpe seco nos aturdió. Habíamos encallado. Aunque
el mar había descendido bastante era imposible. Si uno miraba debajo nuestro
nos sostenía una especie de banco de arena, como si el fondo del mar hubiera
subido repentinamente. Y si se miraba detenidamente se podía distinguir una
especie de camino que llegaba hasta la aterradora construcción del acantilado. Podía
ser nuestra imaginación porque estábamos justo enfrente del templo y las
piernas de las estatuas se internaban en el mar con alevosía. O realmente
habíamos encallado en una extensión del templo. Miramos el templo. Era una
especie de edificio pagano tallado en la piedra y la tierra del acantilado.
Como un promontorio, pero con un aspecto sobrecogedor y por momentos atemporal.
En el centro de la construcción había algo parecido a un balcón o un
observatorio y encima una horrible figura.
La construcción se mimetizaba con el acantilado. Si uno
miraba a unos trescientos metro hacia los costados no se veía nada. Los flancos
se internaban paulatinamente en el acantilado y como estaba tallada en el mismo
pasaba desapercibida. Era una fortaleza. Su aspecto exterior lo aseguraba. Una
fortaleza o un templo para criaturas marinas increíbles. No encuentro palabras
para describir su tenebrosidad. Parecía observar el mar con resentimiento, con
maldad. Y Julián continuaba con su ritual de gritos: “es él, es el.” Y ahora se
le había sumado Osvaldo.
Más tarde la luz se sometió a la oscuridad y los ruidos
comenzaron a martillar de nuevo. El mar subía y la encalladura había dejado un
agujero imposible de arreglar en la quilla del Gardel. El templo se fue
oscureciendo hasta desaparecer en la noche. Para resucitar fantasmagóricamente
unos minutos más tarde cuando la luna brotó en el cielo negro creando en sus
contornos unos efectos terroríficos. Podíamos jurar que unas sombras extrañas
se movían entre sus columnas. Se detenían, nos estudiaban y continuaban.
Probablemente las imaginábamos o era el reflejo del mar sobre el acantilado. Lo
cierto que a esa altura la desesperación era total. Osvaldo fue el primero en
terminar de enloquecer. Dijo que el barco lo llamaba e iría en su rescate. De
pronto se tiró al mar sin que nadie pudiera detenerlo. Vimos como su silueta
blanca, fantasmal, nadaba hacia el acantilado, hacía el imponente templo.
Parecía que no se movía. Nadaba como un condenado pero no se movía. Estuvo un
tiempo infinito luchando contra una fuerza inexistente. Traté de bajar uno de
los botes para rescatarlo, pero como nadie me ayudó no pude. El pánico los
inutilizaba. Fue terrible. Cuando Osvaldo perdió las fuerzas una corriente
interna comenzó a arrástralo mar adentro. Lo seguimos forzando la vista.
Gritaba y gritaba agónicamente, pero no pedía auxilio. Al final desapareció.
Omar comenzó a tirar objetos al agua; Iba y venía de los camarotes tirando las
pertenencias de Osvaldo al mar. Estaba enajenado, desencajado. No quise
interponerme en su camino por miedo a que me hiciera daño. Le echaba la culpa
de todo a Osvaldo. Y el trozo de metal descansaba en la cubierta desinteresado
de nuestros problemas. Odie, odie hasta los huesos aquel trozo de metal, pero
no hice nada para cambiar la situación. Al final Omar se tranquilizó y entro en
el barco para intentar poner en marcha el motor. Julián trataba de usar la
radio y yo... yo estaba asustado. Los golpes contra la quilla continuaron, el
mar insistió en crecer y la noche nos trajo un aliento a desconsuelo y terror
desconocidos.
Una hora después, aunque todavía no entraba agua
suficiente, comenzamos a hundirnos. Tratamos de ayudar a Omar con el motor pero
la puerta de acceso al cuarto de motores se encontraba cerrada. Salía humo
negro, humo de aceite quemado. Por el pequeño visor de la puerta pude ver que
Omar volcaba aceite y gasoil en el piso y lo encendía. “tiene frio, mi motor
tiene frío”, decía. Si continuaba con esa actitud moriría asfixiado o en el
peor de los casos quemado vivo. En ese momento creí enloquecer. Los golpes
aumentaron. Pum, pum, pum. El olor se hizo imposible de resistir. Y minutos
después fue Bruno quien enloqueció por completo. Toda mi tripulación parecía
enloquecer de a poco y el templo nos observaba victorioso. Bruno no aguantó más
el ruido y se escondió en el bote salvavidas. El mismo donde ahora estoy
flotando y donde se olvidó el grabador que estoy utilizando. Cuando salió
deliraba. Abrió las compuertas de la bodega y empezó a tirar los pescados por
la baranda. El biólogo gritaba que los pescados estaban vivos... “Miren,
aletean, están vivos, sufriendo... Miren como se mueven endemoniadamente.
Ayúdenme. Ayúdenme por favor a detener su sufrimiento”. Pero el que realmente
sufría era él. Nada podíamos hacer. El veía que los peces habían resucitado,
pero yo, por lo menos, no veía nada. Debe ser terrible ver eso. En un momento
salió para tirar una corvina grande y Ariel, con sus manos quemadas, intentó
detenerlo enfrascándose en una lucha brutal. Omar no aparecía, seguía encerrado
en el cuarto de motores. Tampoco Julián. En ese momento volví a ver el horrible
barco. Tieso a menos de diez metros de nosotros, pero Bruno y Ariel continuaban
peleando y en su demencia se acercaban peligrosamente a la borda. Me paralicé
por completo, era el capitán del barco y no sabía qué hacer. De pronto la barca
se inclinó hacia estribor. Probablemente se desprendió del banco de arena o las
garras del templo. Los muchachos cayeron al agua y yo me golpeé la cabeza
contra la borda y algo caliente me circuló por el cuello. Por milagro no había
caído al agua. Como pude me levanté para ayudarlos pero fue inútil. No estaban.
Tampoco el enorme barco. Ahí me percaté que el Gardel se hundía. Fui hasta el
camarote y escuché como Julián usaba la radio. Hablaba con alguien y pedía
auxilio. Tuve un segundo de alivio porque al parecer la radio funcionaba. Por
fin un segundo de tranquilidad, pensé. Le pedí a Julián que intentara explicar dónde
estábamos exactamente (cerca de la costa) pero continuó diciendo estupideces y
agradeciendo que lo habían salvado. “Gracias por salvarme, gracias”, decía. Me
harté y de un tirón le arrebaté el micrófono. La radio se movió y pude notar
que la tapa estaba floja. Miré mejor y vi todos los circuitos internos
aplastados y destrozados. La abrí, lo confirme y Julián se abalanzó sobre mi
gritando que él mismo lo había destrozado. “¡Nadie se va a salvar!”, decía “No
lo permitiré”. Me empujó con violencia y golpeé contra el timón. Mis cotillas
crujieron. En ese momento se presentó Omar con una llave de tuercas, envuelto
en hollín y con el rostro aparentemente quemado. Sin poder defenderme recibí
otro golpe en la cabeza y perdí noción de todo. Solo vi oscuridad y por un rato
el odioso golpeteo cesó...
Cuando desperté no había nadie. Tenía una costilla
fracturada, la cabeza sangrando y el Gardel escoraba a babor como un lisiado,
hundiéndose sin piedad en la frialdad oscura del mar. En un gran esfuerzo
llegué hasta el bote y gracias a Dios pude lanzarlo al agua. Segundos más tarde
la barcaza desaparecía y con ella los golpes, el olor, el trozo de metal y toda
mi tripulación.
Era el único sobreviviente.
Había vivido tres días increíbles. Los sucesos solo
pueden atribuirse a circunstancias sobrenaturales y demoníacas. Por suerte mi
cuerpo resistió y pude terminar este testamento. Desde el momento en que me
subí el bote no se ha movido de su lugar. A veces creo que una fuerza extraña y
omnipotente lo detiene de la misma manera en que detuvo al Gardel. Del barco
encallado solo me vienen recuerdos impresionantes. Su silueta intimidaba. Las
dos veces que nos rozó lo hizo solamente para atemorizarnos o enloquecernos. Y
lo consiguió. Él fue el culpable de todo. El culpable de aquellos golpes tan
inhumanos y devastadores. Del olor inadmisible y penetrante y aquella niebla
parecida al aliento de una bestia atroz y babeante. De todas las muertes y del
hundimiento de mi barco. Por suerte la locura no me alcanzó como a mi
tripulación. Ellos no pudieron soportar tanta presión. Estoy seguro de mi
cordura aunque le atribuya la culpa al barco. Porque nadie que escuche esta
grabación puede decir lo contrario. Por suerte conmigo no pudo. Solo espero que
tantas muertes no hayan sido en vano y alguien destruya ese barco del demonio y
lo envíe al fondo del mar donde siempre debería haber estado.
Tengo mucho frio. Mi cuerpo ya no me pertenece. Le
pertenece a la muerte. He visto el cielo nocturno apagado y vacío; y el mar
demasiado inerte y callado, como si esperara mi final. La luna ha desaparecido
completamente en el horizonte. En cualquier momento vendrá victorioso el día
con su luz y su calor, pero no creo que pueda verlo. Moriré por fin, pero
sin enloquecer.
El acantilado guarda consigo un secreto
increíble, insólito, pagano: el templo maldito... El mismo templo que ahora ha
encendido unas luces extrañas que no pueden pertenecer a este mundo. El mismo
templo donde ahora veo sombras malignas moviéndose entre sus columnas. El mismo
templo que ahora muestra una actividad increíble, un fulgor inusitado... Y me
trae de vuelta aquellos terrores.
Muy bueno. Me lo crei todo el tiempo y causa miedo realmente. Eso del templo misterioso en un acantilado es una muy buena idea.
ResponderBorrarQue tremendo cuento. Muy bien lograda la soledad del personaje ante la muerte y el terror. Tipo Loverscriano diría. Me hago una idea terrorífica del acantilado y de ese templo o fuerte maldito y su oscuridad. Felicitaciones Daniel La Greca
ResponderBorrarMuchas gracias Andres por tu comentario.
BorrarMe gustó mucho el ritmo de la narración..., y aunque ya de antemano se conoce el final: la muerte del protagonista, se mantiene el interés durante toda la historia. Felicitaciones.
ResponderBorrarMuchísimas gracias Martin Arias por el comentario y por tomarte el tiempo de leer mis escritos
BorrarH.P. LOVECRAF te saluda desde más allá de la vía láctea.
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