Cuento corto. Un terror indestructible,
atroz, azota en las cercanías. Qué harías cuando ya nada te puede salvar de un
destino horroroso y cruel.
La
Bestia
Cuando
el sol descorría el velo oscuro del cielo y las sombras comenzaban a
difuminarse Julián despertó de la enfermedad, se dejó resbalar por la sucia
humedad de las sabanas y salió de la habitación.
Basta, basta. Porque a mí. Porque a mi
dios mío.
Julián
ya no era un ser humano. Lo había sido en otro tiempo. Ahora era la vivida
representación del abandono y la desazón. Raquítico, sucio y hambriento
caminaba desnudo por la casa sin rumbo, como un león enjaulado. Recorría los
conocidos pasillos arrastrando los desechos desperdigados tras meses y meses de
encierro. Tanto era el desorden y la dejadez que los desparramos no permitían
ni un resquicio y los pútridos olores deambulaban por la casa como si fueran
sus únicos dueños.
Julián
era un eslabón más de esa terrible cadena, la casa, el pueblo, el mundo, el
odio.
Estaba
decidido.
Después
de tanto dolor, de tanta injusticia, Julián estaba decidido. Casi sin fuerzas
tomó las pesadas latas y las vació por la maltrecha casa. Bañando las paredes,
los pisos destrozados, las cortinas, todo, humedeciéndola.
Tomó
el cuchillo.
No puedo más. Es ahora o nunca.
Julián
observó por la mirilla del ventanal cercado del patio delantero hacia la
profundidad de la calle.
Dónde estás maldito engendro.
Observó
en lo que se había convertido su mundo. Divisó el pueblo que antes era un
pueblo del litoral repleto de pretensiones y en constante avance cómo, ahora, después
del vendaval que supo arrasar sus pilares, ya no quedaba ni un vestigio de
civilización. Las casas destrozadas, los hierros retorcidos.
Vivir en la provincia es lo mejor,
le había dicho un amigo, Para qué te vas
a ir a Buenos Aires con sus ruidos y su contaminación.
Arboles
pelados, hojas caídas como mantos sin fin de ocres y pálidos fuegos abandonadas
a los ánimos del viento se enzarzaban en tirabuzones por el aire, como
destapando orificios por donde se escurría la vida.
Julián
buscó con su mirada.
Esta
vez no buscó la huella demarcada de la vida. No. Hacía tiempo que el pueblo se
había convertido en muerte y destrucción; tanto que ya había perdido la cuenta.
La
buscó a ella.
Como
todos los días.
En
un agónico ritual.
Y
por fin, en los inapetentes arbustos frente a la maltrecha casa, la encontró.
La
bestia.
Ahí estas basura. Cuándo te vas a morir.
La
Bestia que en su rito carnívoro se agazapaba sobre los restos carcomidos y
destrozados de algún animal putrefacto ni siquiera se inmuto. Del animal que
devoraba ya no quedaba nada solo un esqueleto con retazos de cuero adherido a
los huesos. La pútridos restos, hediondos, brillaban en tonos rojos y negros
bajo un sol abrumador, pero a la Bestia no le importaba. La había visto otras
veces comerse sus propias heces casi riendo mientras lo hacía.
Julián
la miraba con odio.
Maldita mierda. Te crees que va a vivir
por siempre. Qué vas a comer cuando ya todo por fin se termine.
La
Bestia gruñó, ladró, blasfemo, hizo todo a la vez, como sintiendo el contacto
de esa mirada penetrante, insidiosa; y los ojos de Julián, quebrados en ríos de
sangre, henchidos de odio, intentaron fulminarla.
Pero
no podía. No era tan fácil.
La
bestia era una aberración de la creación. Algo más que un animal. Una mezcla de
perro, león y toro. Grande y feroz, aunque más pequeña que la Bestia anterior.
La primera. La de meses atrás. Que había sido más despiadada, más rápida y
furtiva que esta.
Julián
había intentado todo para matar a esta bestia. Intentó envenenarla, dispararle,
todo. Hasta rezó hasta el cansancio para que las fuerzas divinas, si existían,
descargasen su ira contra el engendro.
Pero
los dioses no lo escucharon.
Ni
todos sus gritos se llevaron al monstruo.
No
era tan fácil.
Le
habían advertido que se marchara cuando el pueblo se desmoronó antes los
embates de la primera Bestia, más cruel y fulminante.
Vamos para la capital, para el sur del
país, ahí saben cómo ayudarnos, es tonto quedarse.
Pero
Julián no había escuchado, se había quedado en la casa. Se quedó como otros
aguantando para cuidar sus pertenencias, se quedó para cuidar a su madre
agonizante que quiso quedarse en la casa porque siempre había vivido ahí.
La
anciana mujer pertenecía a esa casa como la inocencia a la infancia. Y si debía
morir, pensaba Julián, que fuera en ambientes conocidos, en un lecho conocido,
sobre pisos conocidos. Juliancito lo
último que se debe abandonar es la casa, le decía su padre cuando era
chico, hay muchos aprovechadores
valiéndose de la desgracia ajena, un techo es el primer paso para un hombre con
sueños.
Pero Julián había perdido todos sus anhelos, sus
sueños. Se los habían arrancado sin permiso. Y Ahora la anciana mujer
descansaba en su habitación, muerta, pudriéndose al sol que entraba por las
ventanas ultrajadas, alimentando parvadas de pájaros carroñeros, que más tarde
morían envenenados en algún páramo aledaño.
Julián
intentó darle una cristiana sepultura.
Pero
no pudo; no se lo permitió su único acompañante. La solitaria alimaña que
gobernaba el pueblo: la Bestia.
Cuando
la primera Bestia, mucho más grande, después de entonar su balada de terror y
destrucción, se retiró: los vecinos de alrededor que sobrevivieron salieron a
la calle. Al poco tiempo murieron envenenados. Algunos sin percatarse de ese
veneno ponzoñoso y silencioso, otros en océanos de dolor y lágrimas. Todos con
evidentes marcas y desgarros de la primera bestia. Pero el terror no acabo ahí;
y después de un tiempo en el cual Julián ya no vio a nadie merodeando por las
cercanías, recorrió algunas casas vecinas y encontró más cuerpos de otros que,
como el, habían decidido quedarse para resistir; o porque, en todo caso, no
tenían adonde ir. Julián los sepultó a todos tras tres agotadores días de
intensa amargura. Transformando la
cuadra, el vecindario y todo el pueblo en un cementerio.
A
posterior, como recompensa a su esfuerzo, vacío todos los depósitos existentes
en la cuadra y se pertrechó esperando algún rescate desde la capital, algún
helicóptero de prefectura o un avión salvador de la fuerza aérea.
Nadie
vino. Solo las moscas; y los gusanos; y el hedor.
Pero
un día, cuando el horizonte estaba reducido a unas pocas decenas de metros,
bajo una omnipresente e impenetrable niebla: la endeble paz se quebró.
Apareció
la segunda Bestia. El engendro de la naturaleza con toda su perfidia y horror.
Y profanó algunas tumbas desparramando los cadáveres enterrados por doquier y
luego se los devoró. Al principio, quizás, con hambre, después: con saña.
Julián
no lo podía creer.
No sufrimos bastante ya con la primer bestia
dios mío que tuviste que mandarnos este engendro del demonio.
Y
sollozando, aciago, horrorizado, arremetió contra esa criatura abominable sin
importarle nada. Una criatura que al parecer no era solamente un animal, ni un
demonio, sino algo más. Mucho más inhumano que cualquier superstición.
Disparando como un enajenado vio la muerte de cerca en forma de monstruo; las
enormes fauces chorreando, los músculos basculando a través del cuerpo sarnoso,
sucio.
Disparó,
disparó y disparó vaciando un cargador entero sin errar ni un solo tiro. Pero
la Bestia seguía viva. Y lo observaba.
¿Eres el demonio encarnado no?
Decepcionado
tuvo que correr por su vida. Desandar el camino de su furia. Y tuvo que encerrarse en la casa; y cerrar
todas las persianas; y clavar maderas en todas las ventanas; y prohibir la
entrada a los rayos del sol, al viento asqueado; y morir de a poco.
Solo
dejó una rendija para contemplar el patio delantero de su casa (aquel donde de
niño jugaba sin pensar en nada) para cuidar la vanguardia.
Y
ese mismo día comenzó el sitio.
¿Cuánto
tiempo había transcurrido desde el ataque de aquella bestia maldita?
Ya
no lo sabía.
La
Bestia vagaba por la noche sin cansarse, aullando como loca, alargando la pena,
golpeando la casa, la puerta. Desparramando en el aire toda una serie de
bufidos, ruidos y rumores de miedo, tan desgarradores, que hasta el sol dudaba
en despuntar el día, escondido en las entrañas de la tierra.
Empezaba
la locura.
Cuando
la Bestia termino de roer casi todas las tumbas hechas por Julián desparramó
los huesos despojados de toda carne alrededor de la casa. Como si fuese un
ritual pagano. Luego destrozó las casas de la cuadra y formo montículos de
mierda con sus excrementos por todo el pueblo.
Debo salir de aquí,
debo alcanzar la capital o el río Paraná.
La bestia no puede estar por toda la Argentina, no puede ser.
Otro
día un viento nervioso, del este, sacudió el pueblo y removió de la tierra, de
las calles, el olor pestilente y penetrante, horadando los restos. Los huesos
carcomidos desfilaron alrededor de la casa, volando, golpeándola con furia, como si quisiesen entrar llamando a la
puerta, pidiendo permiso, para arrasar sus pertenencias. Y esa misma noche,
durante toda la noche, con su cuerpo impregnado de olor, henchidos sus pulmones
de putrefacción, Julián comenzó a rascarse como loco, lacerando su piel.
Después, lacerando las heridas y por último la cordura. Se rascó por días y
días. Aun cuando terminó acostumbrándose al olor y ya no le picaba.
Enloquecía.
Debo salir, no puede ser que nadie se
preocupe por este pueblo, debo salir y llegar a la capital. Debo salir y matar
a esa bestia., debo salir de aquí.
Más
tarde se consumió el agua; se agotó el gas; se acabó la electricidad; de a poco
pero se acabó.
El
monstruo anterior había destrozado todo vestigio de civilización. Rompiendo
caños que explotaron, que estallaron en torrentes de agua turbia. De a poco los
pulmones desprovistos de fluido, dejaron de funcionar; el corazón del pueblo
dejo de latir. Se vaciaron sus venas.
Por qué me quede, dios, ¿Por qué? Maldito
engendro del diablo.
Otro
día que ya había olvidado el paso del tiempo: días, meses, años; que no se
había percatado de lo monumental de su encierro porque estaba concentrado en
sobrevivir sucedió algo imposible de olvidar. Una tarde que la lluvia caía en
torrentes de humedad: llegaron unos perros, flacos, hambrientos, desnutridos.
La bestia los esperaba en algún lugar, escondida, agazapada. Julián se puso
contento al fin. Salvado por unos perros.
De seguro, ellos, que eran una manada importante, lucharían con la Bestia, la
matarían y se atragantarían con su carne.
Eso
esperaba.
Sin
embargo la Bestia, como una sombra sucia y odiosa, cayó repentinamente sobre
los animales, de improvisto, de la nada. Lo único que pudo hacer Julián fue
presenciar impotente como la bestia destrozaba los perros bajo la lluvia
cómplice en una fiesta de maldad y agonía.
Los
animales con la cola entre las patas, empapados, ¿De agua?, ¿De sudor?, ¿De
pánico?, se afanaban por vivir. Solo para volar desgarrados por la furia ciega
e incontenible del monstruo. Todo fue demasiado rápido para ellos, nada
pudieron hacer, terminaron destrozados, asesinados antes de poder gemir de
dolor; las miradas congeladas en un gesto de impotencia, de piedad.
Julián
pretendió gritar, procuró ayudarlos, pero fue inútil. Solo contempló la macabra
escena.
Dios mío donde estas. No lo ves. En que
mierda estas metido.
Por
mucho, mucho tiempo, los gemidos de los perros llorando de dolor lo asaltarían
por las noches como queriendo llevarse su última pertenencia: la cordura.
La
cordura agonizaba, jadeaba, se asfixiaba, perdía fuerzas.
Estoy enloqueciendo. No va más.
La
bestia lo esperaba sentada en el patio de la casa sitiada. Lo tentaba a salir;
él, a falta de otra cosa, bebía agua caliente que abrazaba sus entrañas vacías.
Ya no quedaban vestigios del piso de roble Eslavonia, que utilizó para calentar
la comida, la casa y su cuerpo. Las cenizas se esparcían por toda la finca
sepultándola y bailaban por las habitaciones ejecutando la danza del fuego, sin
fuego.
No
podía más.
Las
únicas oportunidades que podía salir, que encontraba un resquicio en la vigilia
pretenciosa del animal, no caminaba más de diez metros y la Bestia arremetía,
aparecía como floreciendo del suelo. Intentó envenenarla poniendo en la vereda
un menjunje hecho con latas de conserva, (las ultimas que le quedaban), y todos
los venenos para alimañas que halló en las almacenes y mercados codeándose al
unísono. Se dispuso en la vereda del patio y, al depositar el preparado de su
esperanza: la vio. Vio, a una cuadra, un enorme cuerpo inclinado, seccionado
por el cuello, hurgando en el vientre hinchado de un podrido y chupado caballo.
Un segundo más tarde el inmenso cuerpo decapitado se irguió: era la Bestia. La Bestia
que asomaba la cabeza desde su carroña, que lo olía en el aire y corría hacia
él.
Julián se escondió en su guarida
intemporal y aguardo detrás de la rendija atisbando que la Bestia, relamiéndose
de gusto, terminara de atragantarse el letal preparado. Aguardando que por fin
muriera.
Aguardó
un día, otro y otro sin resultados. Hasta que acabó engulléndose él mismo
porciones del preparado que le quedaba en la cocina.
Cayo
enfermo.
Ahora,
ya recuperado, tras muchos días de agonía, consumido, pura piel y huesos: se
arrepentía de su idiotez.
Tendría que haberme ido. De qué sirvió
quedarse, ya no me queda nada, tengo que matarla, y si no puedo: matarme a mí
mismo.
La
bestia primigenia no había dejado nada a salvo, arrasó con todo y, como
corolario, engendró este espécimen indestructible, horrendo, con el único fin
aparente de destruir su alma y la del país.
¿Por qué dios mío?, ¿por qué?
Con
la frente apoyada en la rendija del ventanal, respirando con dificultad, oteó a
la Bestia que lo miraba como burlándose desde enfrente, asoleándose bajo un sol
intransigente.
Julián
tenía un cuchillo y estaba decidido.
Debo matarla
La
bestia empezó a desenterrar otro cuerpo. Julián ya lo sabía, dentro suyo algo
le decía que aquel momento iba a llegar.
El
animal estaba cansado. No podía esperar que Julián muriera o que saliera a
enfrentarle. Y, como si supiera, como si estuviera dotado de tanta inteligencia
como maldad desenterraba, desenterraba y devoraba. Lo incitaba.
La
bestia devoraba con sorna el cuerpo de la mujer que Julián siempre había amado.
La vecina de enfrente. La niña con quien jugaba en su niñez. Aquella que la Bestia
enorme, la primera, había mordido para terminar matándola al tiempo.
Su
amor imposible que encontraría pelada y llena de verrugas. La que creía que
había huido con los demás. Que encontró un día en su habitación muerta. Muerta
por la enfermedad... la enfermedad de la radiación.
Asesinada
sin piedad por el aliento de la Bestia de aquellos días: las bombas... la
guerra nuclear.
Llorando
desconsoladamente la enterró bien profundo. Para que si la tierra bendecida,
abonada por los fluidos del maltrecho cuerpo, pero hermoso todavía, floreciese
algún día; floreciese en un mundo recuperado, recuperado de la hecatombe.
La
primera y abrazante Bestia.
Una
quimera, se decía Julián. La radiación llenaría el espacio por siglos y siglos
y sus frutos recorrerían la tierra alimentándose de su esencia.
Volvió
a llorar ahora, a llorar de odio.
Basta, basta, baaaaasstaaa, se acabó.
Estaba
decidido.
Un
hombre no puede resistir tanto.
Abrió
la puerta. Salió al patio y, aciago, encaró a la Bestia gritando:
-
Maldito engendro mutante. Soy el último premio ¿No? ¿Me quieres? Ven, ven a mi
mierda.
La
bestia volvió a cargar hacia él enloquecida, relamiéndose.
Julián
tiró el cuchillo y entró en la casa dejando la puerta abierta.
Y
La Bestia, el mutante, la hija aberrante de la locura de los hombres: entró
también.
Cayó
en la trampa... y la casa ardería por días y noches ejecutando la danza del
fuego.
DANIEL LA GRECA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario