Qué pasaría si... La respuesta a esa pregunta siempre me la hice. Este
cuento es un primer acercamiento a una respuesta. Si les gusto tengo otro que
responde a la misma pregunta.
El joven universitario, austero en su
vestimenta, pensativo, salía de su casa en el barrio de Belgrano. Uno de los
primeros barrios de la “Nueva América”
proyectado para cambiar su nombre antes de fin de mes. Hacía calor y la gente
caminaba imbuida en sus propios pensamientos. Llegó a la esquina de su casa y
escuchó disparos y gritos y una sirena en las cercanías. Sintió miedo y observó
a su alrededor tratando de hallar la manera de escapar del problema, pero ya
era tarde: dos hombres vestidos con unos trajes extraños y coloridos corrían
como enloquecidos por la vereda hacía donde él se encontraba parado. Por detrás
de ellos cuatro soldados de la policía del comportamiento con sus
característicos uniformes negros los perseguían disparando y gritando a través
de los megáfonos de sus cascos negros.
- Ciudadanos. Deténganse o aplicaremos
justicia.
Al verlo, quieto, asustado, los hombres que
escapaban de la policía del comportamiento, cruzaron la calle como si trataran
de no inmiscuirlo en el tiroteo. "Tírese al suelo" le gritó uno de
ellos y pasó a su lado como un terremoto. El otro gritó al mismo tiempo que de
su pecho brotó un volcán de carne destrozada y sangre. El joven universitario lo vio caer
pesadamente sobre el asfalto. Tenía un enorme agujero de carne cauterizada en
el pecho. El hombre desde el suelo observó el agujero infernal que brillaba en
su tórax y lo miró como diciéndole "No era para tanto". El joven
universitario resistió el comienzo de unas arcadas y miró hacia otro lado.
Cuando se dio vuelta uno de los policías del
comportamiento apuntaba su lanzallamas hacía el rebelde caído que
misteriosamente lo miraba, vivo todavía y sonreía.
- Ciudadano del reino, por faltar al orden
público el redentor de la humanidad lo sentencia a la muerte inmediata - Le gritó el policía; y una
llamarada azulada y licuada brotó del lanzallamas esparciendo todo el calor del
infierno sobre el hombre y el piso. Segundos más tarde el rebelde se
carbonizaba y dejaba de moverse, sin embargo, mientras se retorcía del dolor,
achicharrado por las llamas, no había emitido ni un solo grito. "Su propia
victoria personal", pensó el joven universitario.
El otro hombre, el que le había dicho que se
agachara, al parecer había logrado escapar y un clásico camión oscuro de la
policía del comportamiento con el signo del reino pintado en la chapa negra
pasaba a su lado persiguiéndolo. El policía que había incinerado al hombre
caído lo miró, otro llegó, parecía el jefe porque el signo del reino que
llevaba el casco era más llamativo y en vivos rojos brillantes.
- Ciudadano del reino ¿Que está haciendo Ud.
por acá?
- Eh... nada... solamente iba hacía el confesionario.
Me toca los viernes sabe.
- Déjelo sargento, me pareció que el joven no
tenía nada que ver con los revoltosos.
- Eso lo voy a decidir yo soldado. ¿Tomó las
fotos del revoltoso antes de rematarlo?
- ¡Si señor! y también tomé fotos del
revoltoso que, por ahora, escapó. Ya vera cuando lo atrapemos.
- A ese en lo posible hay que mantenerlo con
vida para usarlo para propaganda y educación. Cuando lo atrapemos va a desear
haber muerto. Pero no va tener tanta suerte. Cuando los ciudadanos vean lo que
le hacemos a los revoltosos lo van a pensar antes de hacerse los
revolucionarios.
El joven universitario miró a su alrededor
mientras los soldados no le prestaban atención. No había nadie. Ni nada. Solo
el penetrante olor a carne humana quemada en el ambiente. Los tiroteos entre la
policía del comportamiento y los rebeldes al sistema ya no eran tan frecuentes
como antes, especialmente durante el día, pero cada vez que sucedían la gente
desaparecía de las calles como por arte de magia. El joven estudiante se
lamentaba por no haber escapado antes, pero el pánico no lo había dejado ni
siquiera moverse. Sabía que le sería difícil explicar su actitud.
- Oiga ciudadano. ¿No le parece que ya es un
poco tarde para ir al confesionario? –le preguntó
- Si tiene usted razón oficial, pero durante
el día estuve con dolores de cabeza y no pude ir...
- Por lo que veo es un universitario.
- Si así es. - El policía se había fijado en
el brazalete rojo que llevaba en el brazo, el cual acreditaba su clase de
ciudadano.
- Estos universitario no se dan cuenta del
esfuerzo que hace el redentor para con ellos, hasta yo desearía ser de clase A.
Habría que llevarlos a todos unos días a los campos de trabajo de la clase
"C", van a ver cómo cambian su estúpida actitud.
El joven no dijo nada. Sabía que la policía
del comportamiento estaba constituida en su mayoría por inadaptados que se
sumaban a las filas del orden del reino para obtener los beneficios de una
categoría más alta; eran traidores, pero también era su manera de sobrevivir.
- Está bien joven, márchese, y recuerde que
el redentor vela por Ud.
Se marchó. Llegó a la esquina y dobló. Hasta
ese momento había aguantado la respiración y el corazón por poco se le escapa
del pecho.
Actualmente, a pocos años del nuevo milenio,
del nuevo orden, la caza indiscriminada por parte del gobierno del reino de
rebeldes contrarios al régimen había mermado conforme se desgastaba la protesta.
Sin embargo, al joven estudiante, aquello no le importaba, vivía el momento y
procuraba (como casi todos los jóvenes de la “Nueva América”) olvidarse del pasado y de toda su carga negativa.
Después del duro momento que había soportado
se dirigió a la máquina del confesionario tratando de no hablar con nadie.
Todos los viernes debía visitar la máquina del confesionario y siempre iba a la
misma: la que estaba a 6 esquinas de su casa. Aunque el gobierno del reino
había construido una de estas máquinas cada dos cuadras en las esquinas de la
ciudad semejando teléfonos públicos, pero envueltas en vidrios polarizados para
mantener la intimidad del confesor, él, elegía aquella porque era la más cercana
a la avenida.
El joven odiaba esa actividad semanal de
confesión. Y a ese odio visceral, esa tarde, se le sumaba la imagen del rebelde
asesinado en la vereda ante sus propios ojos. Sabía que muchos activistas,
muchos conocidos que pretendieron imponerse al reino desaparecieron. Y
seguramente dado lo bajo de sus calificaciones universitarias y nivel económico
actual: el gobierno ya estaba vigilando sus pasos. Debía mejorar. Lo sabía.
Había escuchado que algunos disidentes lograban escapar del sistema y vivían
como parias en zonas inhóspitas como una resistencia sin resistir, pero no
podía asegurarlo. Asimismo sabía que el gobierno estaba tratando de crear un
nuevo sistema de redención y perdón para sus gobernados. Un sistema
especialmente diseñado para los revoltosos e inconformistas.
- Será
el último paso antes del lavaje total de cerebro - le había dicho la misma
persona del chimento. - Aunque ahora ya no hay mucha diferencia tampoco.
- ¿Te parece? ¿Para tanto?
- Claro que sí. Tu eres de esos que creen que
el gran redentor vela por nosotros. Nunca te olvides que ellos están aquí a la
fuerza y de la única manera que se pueden mantener es a la fuerza. O lavándonos
los cerebros.
A ese amigo bocafloja jamás lo volvió a ver.
Sencillamente desapareció en el silencio conspicuo de la ciudad.
Siguió caminando. Los automóviles oscuros,
parecidos a aceitunas, circulaban luchando contra los diminutos adoquines de la
avenida 64 y los delicados rayos del sol se reflejaban en las ventanas todavía
abiertas en la tarde. Los escasos negocios, con sus opacas vidrieras, imponían
la misma digitada moda oscura de 30 años atrás y el cielo le parecía tan
similar al de todos los días al joven universitario como sus manos. Hacía calor
y el joven odiaba transpirar. Vestía de manera incongruente con la estación. Un
compañero de la universidad le había dicho que si no cambiaba de ropa se iba a
morir de calor en el verano, pero él no podía cambiarla porque debido sus
exiguos aportes al recurso público no le permitían cambiar la ropa por una
nueva. "Tenés que cuidarte, cumplí tus obligaciones", le decían,
"O van a reducirte de clase social". Parecía como si todo el mundo
conociera versiones de una misma rutina. Y nada más que eso:
"versiones", pensaba.
Un
niño de pantalones cortos oscuros, con el signo del reino grabado en su frente,
paso a su lado observándolo con esa generosa inteligencia que gozaban los niños
marcados con el estigma. El símbolo que él joven estudiante odió al segundo de
haber nacido; aunque aquel era el odio de la saturación, del hastío y no del
brote de alguna etapa revolucionaria en su alma. Ya estaba harto de ver ese
signo; la insignia del nuevo orden por todos lados; no había, cartel, luz,
balcón y servicio público que no detentara la imagen geométrica del signo en
todas sus variadas demostraciones: impresión, bandera, relieve, distintivo. El
joven universitario no entendía ni conocía cuales eran las implicaciones
exactas, ni la razón por la cual el signo tenía esa forma; tampoco le
interesaba saberlo, pero le fastidiaba.
El niño lo observó largo rato, fijo, parecía
querer decirle algo, pero no habría la boca. Al final fue él quien habló,
midiendo sus palabras, tratando de no expresar algo ofensivo contra el reino o
el redentor. El joven universitario sabía que debía tener sumo cuidado con los
niños; eran considerados un tesoro sagrado por el gobierno del reino. En
especial aquellos niños marcados con el signo en su frente, con su elevado
coeficiente mental y sus aires de superioridad.
"Los hijos prodigios del reino. Los
apadrinados por el redentor de la humanidad", recordó que les decían.
- Qué calor hace no - le dijo al niño, pero
el niño no le contestó.
- ¿Vivís por aquí? - pero el niño continuó
observándolo.
- Sabes, hace calor para andar con esta ropa
tan abrigada, dichoso de ti que podes caminar en pantalones cortos - pero el
niño continuaba en su actitud de mudo, solo lo miraba como perdiéndose en el
fondo de su mirada.
- Ayer por la noche pensé que hoy utilizaría
el viejo paraguas, pero increíblemente amaneció un día hermoso ¿Te gusta la
lluvia?
- Me gusta la lluvia fuerte - habló por fin - Lo que no me gusta son los paraguas negros
que te dan los del gobierno - el niño depositó sus ojos en él, pero ahora con
la mirada.
El joven universitario lo observó. Por un
momento pensó que el niño estaba poniéndolo a prueba, esperando que él dijera
algo quisquilloso, alguna oración agitadora, pero descartó ese pensamiento al
mirarlo detenidamente: ese niño parecía, realmente, aburrido de la vida. Adusto,
casi frágil, escudado tras ese signo en su cabeza, con una timidez de mosca.
Llevaba el pelo cortado al ras, no tenía más de 6 años y los labios
aparentemente petrificados en un rictus de enojo. Transcurrieron unos segundos,
interminables hasta que por fin el niño habló.
- Ahora el que no habla es usted
- Es que a veces no tengo nada para decir
- A mí me pasa lo mismo, son las veces en que
estoy pensando en la manera de borrarme este signo horrible de la frente, lo
odio. Toda mi familia lo odiaba, pero ya no me queda nadie para compartir ese
odio, la policía del reino redujo su clase social y yo tuve que quedarme a
vivir aquí con un tío insoportable. ¿Uds. también odia el signo, no?
El joven lo miró aterrorizado. No podía ser
que ese niño fuera parte de la policía del comportamiento; y tampoco podían ser
tan inhumanos como para utilizar niños como cebo para descubrir rebeldes.
- Si usted conocería alguna manera como para
borrármelo ¿Me avisaría? - Le dijo el niño entristecido. El joven no supo cómo
reaccionar.
- Sé que usted vive cerca de aquí, lo he
visto otras veces, si sabe avíseme, por favor, se lo ruego. Quiero volver, ir
con mis padres, sé que los campos de la clase C son terribles, pero yo quiero
ir con ellos.
El joven universitario procuró no decirle
nada, pero lo pensó. Pensó que si en algún momento de su vida lo sabía, y las
pretensiones del niño eran ciertas, como parecía, seguro que se lo diría, sin
lugar a dudas.
-
Gracias - le dijo el niño - sé que puedo contar con usted - y se marchó
dejándolo inmerso en una nube de indecisión y desconcierto, caminado por el
cordón resbaladizo de la vereda intentando hacer equilibrio para no caerse. Lo observó
mientras se alejaba; las piernitas frágiles, bamboleando la cabeza, tan
indefenso como inteligente. Después prosiguió su camino hacía el confesionario
procurando no detenerse a pensar.
Cruzó la calle amargada y observó la antigua
Iglesia de la plaza Juramento, ahora cerrada y abandonada, como esperando
encontrar algún cambio aparente en su demolido aspecto. Un soldado de la Policía
del comportamiento con su uniforme negro y su casco oscuro perfectamente
lustrado custodiaba del confesionario a unos diez metros del mismo y una mujer
menuda y canosa estaba parada a su lado hostigándolo a preguntas. La mujer
llevaba colgada de su mano la bolsa de víveres y al parecer se trataba de una
ciudadana de mediana categoría por el brazalete violeta que llevaba mal atado
en el brazo. La bolsa tenía impreso a ambos lados el símbolo puntilloso del reino
en negro y la calle estaba ya tenuemente iluminada por las agobiadas
resolanas.
Detrás de la mujer había un colorido puesto
de flores cerrando sus chapas. Probablemente uno de los escasos negocios que
todavía mostraban colores en la ciudad. "Solo hasta que a alguno de los
gobernantes se les ocurriera pintarlas de oscuro o encontrar la manera genética
de que las flores también contengan el odiado signo del reino en sus
pétalos", pensó el joven estudiante mientras caminaba silencioso.
La mujer hablaba con el soldado, sola, y el
soldado la soportaba firme como un tronco, observando las calles con sus ojos
de águila y sin responderle. La mujer parecía protestar y acompañaba sus
protestas sacudiendo enérgicamente los brazos en una actitud nerviosa de
colibrí. "Seguramente protesta porque se muere de hambre", pensó,
"las bolsas de víveres cada día vienen más flacas". Por suerte el
joven universitario, mientras continuara siendo un estudiante responsable,
recibiría la bolsa de la categoría superior. "La superior de los
ciudadanos", pensó, porque sabía que los extranjeros del gobierno y los
traidores la recibían más abundante. Sin percatarse alcanzó el confesionario y
casi choca con sus paredes oscuras. El confesionario estaba vacío;
"lógico", pensó, "soy el único que sale tan tarde para cumplir
con esta molestia". Lo abrió. Se detuvo al entrar y observó atónito el
diminuto interior. Lo habían cambiado. En menos de una semana, de un viernes a
otro, lo habían mejorado. Este confesionario era uno de los últimos modelos
computados. En veinte años de confesiones jamás se habían dignado a cambiarlo.
Hasta ahora. Anteriormente era una inútil máquina de escribir, un par de
parlantes y una voz portentosa que se activaba al cerrar la puerta,
"Que tenga buen día ciudadano del reino"
Y continuaba con las alabanzas al redentor y
el característico saludo como recordatorio. En más de veinte años lo único que
habían cambiado de aquel confesionario, su confesionario de toda la vida era,
justamente, la foto malintencionada del redentor. Y a veces los mensajes. Ahora
el confesionario contaba con una flamante computadora y disponía de un cómodo
sillón tratando que el ciudadano no se sintiera tan ahorcado. Además tenía una
pantalla a color encendida todo el tiempo con el rostro glorioso del redentor
de la humanidad en su pantalla, mirando fijo, con vehemencia, a cualquiera que
se sentara ante él. El joven se sentó en el sillón y una vos suave y melosa, lo
saludó:
"Buenas tardes ciudadano".
El joven se percató que no le había dicho
ciudadano del reino y aquello le molesto, era quizá la etapa final, pero
continuó su confesión sin protestar. Tecleó su número de identificación. El
rostro del redentor desapareció y apareció el cursor. Por debajo, como fondo,
el signo odioso del reino asaltó la pantalla. El joven sacó de sus bolsillos,
como un condenado ante la inminencia de su muerte, los papeles y recibos de
todas sus actividades semanales y los tecleó rápidamente. El cursor se movió
por todo lo ancho de la pantalla pero el símbolo del nuevo orden no
desaparecía. Por un momento el cursor se detuvo un milímetro antes de alcanzar
el centro geométrico de la pantalla y también del símbolo. Solo le faltaba
teclear un punto. En su mente ese punto se transformó en una lanza clavada en
el centro de toda esa hipocresía. Como tardaba un pitido de advertencia lo
empujó al desenlace soñado. Lo hizo.
Por unos instantes el odioso símbolo detentó
un ínfimo puntito blanco de gloria en su centro. Pero solo eso. Enseguida los
resultados de su confesión y los análisis semanales de sus calificaciones y
nivel de trabajo aparecieron; y eran calamitosos. Sus fondos manoseaban la
tierra. Sus calificaciones casi la acariciaban. El signo se puso rojo,
impulsivo. Y una voz, ya no tan melosa, y demasiado portentosa e imperativa le
dijo:
"Ciudadano del reino, sus calificaciones
universitarias están bajando cada vez más, propias de personas ignorantes"
Aquello lo sabían por los datos que la
universidad les había transmitido, pensó.
"Y no está atendiendo su trabajo como es
debido"
Eran datos pasados por la hilandería oficial
donde trabajaba.
"Si no mejoran sus calificaciones y su
atención deberemos reducir su nivel de ciudadano a la clase B y de continuar
con su ineptitud a la clase C"
Sin embargo el joven no movió sus labios, ni
un solo hálito de su alma, continuó saboreando su victoria gráfica. Cerró los
datos, retiró el papel impreso (el largo recibo donde se estipulaba su
deprimente condición actual) y se dispuso a marcharse. Antes de salir
completamente del confesionario se quedó mirando fijo el rostro del redentor;
los bigotes, la mirada fría de tiburón; el gesto áspero y glorioso de las
últimas fotos; hasta que un pitido de advertencia lo sobresaltó. Otra alarma.
Debía apurarse, sino se retiraba en unos segundos quedaría encerrado ahí dentro
y por mucho que lo pensara no podía imaginar cual podía ser la reprimenda.
Salió. Un soldado de negro lo miró inquieto, alarmado por el pitido del
confesionario, pero él le hizo un sedante gesto con la mano izquierda y el
soldado continuó con su rutina de observar la nada.
Segundos después un colectivo gris rodó por
la pacífica esquina; iba repleto de personas, de ciudadanos de la clase C
transportados a sus casas. Los llevaban hacinados a los alrededores de Buenos
Aires donde vivían en complejos infrahumanos construidos casi como cárceles por
el gobierno del reino. Aquella imagen de pobreza, los brazos saliendo
asfixiados de las ventanillas y los rostros inconsolables, como vacas al
matadero, lo aventó. Debía mejorar; "aunque más no sea mis
calificaciones", pensó. Las calificaciones universitarias era lo único que
el redentor le exigía para mantener su condición de estudiante y pertenecer a
la clase A. Muy dentro suyo sabía de su imposibilidad de vivir en las
condiciones subhumanas de la clase C. "No lo aguantaría por nada del
mundo", se dijo y un pánico, una llamarada de alerta desmedida recorrió su
cuerpo. Además, si no mejoraba, tampoco podría adquirir una casa más cómoda o casarse
y tener hijos; aunque aquello todavía no formaba parte de sus pretensiones, no
podía descartarlo.
En ese preciso instante algo diferente llamó
su atención. En el frente justo del confesionario había una sugestiva marca de
pintura; una marca de color verde claro resaltando contra la franja inferior de
mármol de una de las columnas de la iglesia abandonada. Una V corta y bastante
voluminosa. Los rebeldes solían pintarlas donde podían, en colores claros,
llamativos; él ya las había visto anteriormente; y por las noches, desde su
departamento, escuchaba los disparos, las refriegas contra la policía del
comportamiento cuando atrapaban a alguno de aquellos rebeldes gráficos. Esta V
era una de las más voluminosas que había visto en toda su vida. Un paso
después, observó otra V más pequeña a un costado del confesionario, pero roja.
Por un momento creyó ver otra, como si todas hubieran aparecido en ese
instante. "Por eso los de la P.C. perseguían como enloquecidos a esos
hombres", pensó. De pronto un viejo mal vestido y harapiento se le acercó
asustándolo al hablar.
- Es hermosa ¿No? Ojalá las pinten así por
todos lados ¿Qué dice Ud.?
- Si usted lo dice.
- A mí ya no me importa nada, estoy demasiado
viejo como para hacerme problemas por el silencio. No salgo yo mismo con una V
pintada en el cuerpo por lo nietos vio, sino...
Él no le dijo nada, tampoco había nada que
decirle.
- Ojalá usted joven hubiera vivido hace años,
la Argentina sí que era la Argentina. Antes del nuevo reino valía la pena
vivir, sí que valía la pena, pero ahora con el rostro de ese degenerado por
todos lados, no se asusté no tenga miedo,
si nos están escuchando a usted no le van a hacer nada. Ojalá usted lo entienda
y haga algo por salvar al mundo. Además yo le digo joven que no puede ser que
sigan por mucho tiempo controlando todo. En algún momento algo tiene que
salirles mal, ya van como cincuenta años o más aunque la verdad ya perdí la
cuenta de cuantos fueron realmente. Estoy seguro que mucho tiempo no les queda
de reinado. Aunque yo ya voy a estar muerto cuando suceda. Pero usted joven. En
ustedes esta la esperanza. Ahhhh, la juventud, sí señor, cuanto daría por ser
joven. Me vería armado hasta los dientes, no me quedaría quieto como antes. No
se dejé amilanar joven, el mundo era mucho mejor sin ese loco y su reino. Mucho
mejor.
- Si Ud. lo dice.
- No les tenga miedo, el miedo es el arma que
ellos usan para mantenernos rendidos a sus pies, ya van a caer – dicho esto el
viejo entró en el confesionario, de improvisto, terminando la conversación
unilateral. Antes de entrar el viejo le hizo el gesto de la "V" con
sus dedos y entró sonriendo y cantando. El joven universitario estaba más allá
de todo aquello, lo único que le importaba era sobrevivir; y no había conocido
al mundo antes del nuevo orden como para dar una opinión. "Y el redentor
vela por el bien de mi vida", pensó.
Se dio vuelta y caminó hasta su casa decidido
a no pensar, rodeado de carteles con el rostro del redentor y el signo oscuro y
puntiagudo del reino como una repetición maligna y represora. Mientras
desandaba el camino hacia su casa buscó otra "V" de la de la victoria
de colores; buscó en las paredes, caños de la luz y en las vidrieras, pero no
encontró ninguna.
De pronto, segundos antes de las siete de la
tarde, un viento desordenado se levantó y removió algunos papeles y hojas del
piso. Venía acompañado con un fuerte olor a agua y, también, de un ruido
continuo y molesto. Eran los soldados; los soldados del redentor y su régimen
marchando briosos por la avenida. Era el horario del día en que desfilaban
anunciando el toque de queda, en un paroxismo militar sin parangón, con
banderas oscuras y el símbolo del reino en rojo, y, bombos y ruido, mucho
ruido.
El viento sacudía las solapas de sus
uniformes negros y sus cascos refulgían con el signo de la esvástica y las
banderas oscuras con la esvástica como distintivo flameaban derrochando glorias
pasadas. El joven estudiante, de niño, había pensado en enrolarse en la Wermach
y ser un eslabón más de la cadena controladora del Reich, pero lo había dejado
de lado por el estudio. "Que los malditos se preocupen ellos mismos en
impartir el orden en sus países conquistados", pensó. Se dio vuelta, lo último
que vio fue un estandarte oscuro con la esvástica gloriosa en el centro y el
águila del "FUHRER" aferrando el mundo con sus garras afiladas.
Enfrente había un cartel enorme con el rostro del redentor y su bigote cuadrado
obervandolo con su acostumbrada petulancia de omnipotencia. Alguien le había
dicho que Hitler había muerto, "pero seguramente aparecerá otro para
continuar con su locura", pensó. El cartel contenía un mensaje, pero no
quiso leerlo. Sin embargo en la parte inferior del cartel, parado al costado
del pilar de metal pintado de negro que lo sostenía: vio al niño que había
charlado antes con él. Uno de los hijos
prodigios del Reich. Dotado de una gran inteligencia y futuro agente de las SS Argentinas. Al verlo recordó las
palabras esperanzadas del viejo del confesionario. El gesto de la victoria que
le había hecho con sus dedos. "Solo eso", pensó, "gestos,
miradas, sueños, pero nada más".
Días atrás había visitado el museo del
obelisco destruido, y vio una de las bombas volantes de la gran guerra; los
enormes cohetes pintados como un tablero de ajedrez; el arma trágica y
destructora; la V4.; la primera bomba volante que cayó en suelo sudamericano.
Había presenciado, de cerca, la descomunal e
impiadosa mole puntiaguda de la V4 apuntando al cielo; la hermana mayor de las
V1 y V2 utilizadas en Europa, y le trajo a su alma un pánico inmemorial, con
solo verla ahí, quieta, enorme. El, por suerte, no había vivido durante la gran
guerra, ni en los días en que cayeron las primeras V4, ni había presenciado la
inmediata capitulación que trajeron aparejados esos enormes cohetes, ni el
pánico a su vuelo desalmado. Pero la gente todavía les temía a las bombas
volantes V; y en Alemania, la sede del Reich,
del reino, las tenían y muchas y ahora más poderosas que las primeras. ¿Qué
se puede hacer más que la "V" de la victoria contra las V
destructoras, o el arma de la venganza como las llamó el redentor?, se
preguntó. "Nada. Ni siquiera los niños se salvarían", pensó. El
anciano no había tomado en cuenta que los mejores jóvenes del futuro formarían
parte ineludible del Reich. "Los
nazis no son tontos", se dijo,
"saben dónde apuntar; se apoderan inmediatamente de las mejores mentes del
mundo en el momento justo en que todavía se las puede controlar sin
golpes". El pobre viejo no había pensado en esa variable al expresar su
esperanza. "Las cosas seguirán así", se dijo el joven universitario,
"¿Quién las va a cambiar?; ¿Los rebeldes con sus pinturas?".
Volvió a mirar al niño con los pantalones
cortos y le sonrío apesadumbrado.
El día
estaba oscureciendo y unas nubes de melancólica lluvia martirizaban el cielo
oscureciéndolo; los autos oscuros prendían sus luces; el asfalto oscuro se
confundía con las casas oscuras; los soldados oscuros, oliendo a negrura
marchaban por la avenida; los carteles oscuros, la ropa del niño oscura, la esvástica oscura en su frente, todo
fortaleciendo la amarga continuidad del sistema; sin embargo el niño también le
sonrió y le mostró sus dedos. Dos de ellos estaban pintados de colores y con
esos dos dedos le hacía la "V" de la victoria, y le sonreía
esperanzado.
Abriles simulados por Daniel Ramón La Greca se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Permisos que vayan más allá de lo cubierto por esta licencia pueden encontrarse en https://www.facebook.com/pages/Cuentos-y-Literatura-Daniel-La-Greca/433449970141979.
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