Bueno cumplido un cuento diferente, fantástico. Aunque no sé si tanto. Podría ser real; júzguenlo Uds. mismos. La intención es demostrar lo que puede hacer el ser humano con tal de salvarse a sí mismo sin importarle el dolor o el sufrimiento de aquellos que quizá podrían salvarlo.
La
flor... y la sangre.
Caminé unos metros y
la encontré sentada en un banco silencioso del botánico regalándole algo de
comer a unas palomas hambrientas, intuyendo que no se trataba de migas de pan
duro. Es que ella tenía esas cosas. Era demasiado singular y exótica; casi
diría yo: sobrehumana. Además dentro de mi alma presentía que pretendía decirme
alguna locura propia de su idiosincrasia, pero nunca hubiera creído que fuera
para tanto.
Me acerque; estaba tan
absorta en el tira y afloje con las palomas (las que parecían entender el juego
y le agradecían revoloteando contentísimas a su alrededor) que ni se percató de
mi presencia. Llegué a estar tan cerca de ella que dudé si se trataba realmente
de mi madre.
- Eh. Ma. Ya estoy
aquí. - Le dije.
- Ay... Perdoname, no
te oí llegar. Estaba abstraída pensando en mi futuro.
- ¿Y cómo lo viste?
- Liberado como las
palomas. - una típica contestación de mi madre.
- Bueno eso es
alentador. Es una de las primeras veces que te escucho decir algo alentador.
- No todos nos
quedamos en el pasado. Algunos crecemos y nos renovamos
- Que frío dios mío –
acoté como para frenar las contestaciones típicas - Las palomas parece como si
no lo notaran ¿no?
- Lo sienten y mucho,
pero si les prestas un poco de atención o un poco de cariño sobrevivirían hasta
en el polo sur.
Después de
transcurrir unos segundos en silencio me preguntó sobre Daniela, mi actual
mujer, y yo le contesté:
- Está rebosante de
alegría. Vos sabes la dulzura que adquiere cuando está rodeada de chicos... Pero
supongo que no me llamaste para hablar de palomas y de Daniela. ¿Para qué me
llamaste en realidad? Cuál es la razón para juntarnos acá, y no me digas para
que aprecie la vida, la naturaleza o la paz.
- No, aparte de
eso... ¿No notas algo nuevo en mí?
Lo pensé bien antes
de contestarle. De mi conclusión dependía el humor de mi madre en los próximos
minutos. Pero como la curiosidad estaba matándome me arriesgué.
- Si, te veo... No sé...
Como llena de paz. ¿Puede ser?
- Si, exacto, hace
unos días atrás alcancé una importante conclusión para mi vida. Una decisión
que también te atañe a vos. Sos la única persona cercana a mí y el primero en
enterarte.
Temí lo peor. Juro
que en ese instante los ruidos disminuyeron al punto de poder escuchar como el
aire circulaba presumido a través del día, de mi madre y de la engreída
arboleda que nos rodeaba. Cuando el sonido brotó por sus labios, condensándose
en vapor y palabras, escuché una de las locuras más extravagantes que se le
podían ocurrir a un ser humano.
- Voy a vender
algunos de mis órganos.
Traté de reírme, sin
embargo me fue imposible... Sentí ganas de llorar.
Terminada aquella
esclarecedora plática abandonamos el Botánico. Las palabras fatigaban, y los
pensamientos se transformaban en un cliché.
- Esto es algo nuevo
y no es nada malo, no te preocupes. - me dijo tratando de calmarme - lo pensé
mil veces, ya cuando conozcas los detalles sé que me vas a apoyar.
Ya pisoteando la
avenida me solicitó que la acompañara hasta su nueva casa en Paraguay y Maipú
que en realidad no era de ella sino de Marcela una clienta suya de muchos años
que vivía en EE. UU. Tomamos un taxi en Plaza Italia, pero antes de entrar me
quede un segundo pensando, sosteniendo la puerta helada y ella me dijo:
- Ezequiel vamos ¿qué
te pasa? subí de una vez que las buenas ideas no suelen esperar a los lerdos.
Entré confundido; aglomerándome
silencioso a su lado. Compartimos el mismo hueco para las piernas aunque ella
se apoyó delicada y reflexiva contra su ventana. Las explicaciones sobre la
descabellada idea de vender sus órganos martillaban incisivamente mi
conciencia; sabía que aquello de vender sus órganos era el germen de algo mayor
y tenebroso.
En anteriores
momentos de su vida ella había gozado de un don especial: la telepatía. Nunca
supe de alguien que gozara del mismo atributo que mi madre. Aunque, por
momentos, dudaba si era un don o un calvario porque le había traído graves
problemas durante casi toda su existencia.
Mientras el taxi
seguía marchando suavemente por Santa Fe hacia el departamento de Mónica como
mimando la avenida recordé algunas de las inolvidables charlas de infancia que
teníamos con mi madre. En realidad recordé viejas biografías, atávicos
traspasos de información por vía telepática sobre su infancia y su crecimiento
como ser humano. Es que telepáticamente era la forma que más le gustaba a mi
madre para conversar conmigo. Especialmente traspasándome ella sus vivencias.
- Hablar es para los
animales - decía.
Algo así como si en
esos momentos yo estuviera viviendo los acontecimientos vividos anteriormente
por ella. Una experiencia única, pero al mismo tiempo demoledora. Sin darme
cuenta que el taxi avanzaba recordé cuando a los diez años ella arriba a Buenos
Aires saturada de ilusiones. Con persistencia me transmitía mentalmente vividos
relatos de su infancia en Chascomus. Y eternamente la imagine remando solitariamente
en la laguna en un diminuto bote de madera. Era curioso aquel recuerdo. En sus
narraciones jamás aparecía la laguna. Invariablemente aparecían los árboles, el
cielo, las vacas, las abejas del abuelo y la ruta 2 donde ella consumía tardes
enteras al borde del ardiente asfalto sumando los números de las chapas de los
autos y los camiones que circulaban vertiginosos. Una de sus máximas
aspiraciones infantiles era volar. Y así pobló mis sueños de niño: dirigiendo
su alada conciencia hacia la mía.
Cuando vino a BS. As.
Solo la acompañaban su madre y un hermano que años más tarde se marchó a
Córdoba y nunca más lo volvió a ver. Apenas llegaron vivieron en una especie de
pensión. En realidad era un colegio tomado. Del cual alguien había transformado
sus aulas en habitaciones de familia y por unos pocos pesos te tiraban ahí como
chanchos. Solamente en el aula donde ellos residían vivían otras diez familias más;
todas hacinadas, apretujadas y con un solo baño compartido.
- Es que no teníamos
dinero para alquilar y debimos conformarnos con esa escuela - me decía
mentalmente.
Vivió ahí casi diez
años y fue ahí donde conoció, como ella lo llamaba, a su mentor mental: el
señor Frederick, un dinamarqués que al instante de conocerla le dijo que ella
poseía un don especial y él iba a enseñarle a usarlo con sabiduría.
Mi madre tenía 12 años en ese momento sublime;
y puedo jurar que yo lo viví como si me hubiera pasado a mí mismo. Es que ella sabía
narrar su existencia con una parsimonia y efectividad sin parangón. Cuando me
relataba, también ingresaba delicadamente en mi mente para ayudarme a
comprender, despojando las vivencias de inentendibles para así poder vivirlas
como propias. En parte le agradezco esa actitud, pero en contrapartida no se
diferenciar entre mis propias vivencias y las de ella, como si mi propio eco
regresara a mi cargado con otras palabras.
El señor Frederick le
enseñó los vicios del poder mental, del tarot, de la adivinanza y de la
nigromancia. Incesantemente procuramos que yo también las aprendiera, pero me
fue imposible. Según su opinión: yo no contaba con un maestro como el señor Frederick;
y ella jamás había alcanzado el estado mental suficiente como para poder
enseñar. Lo cierto fue que manejó su mente hasta arañar los treinta años con un
virtuosismo sin parangón. Utilizándola a veces para su propio provecho. Cuando
la abuela murió no los echaron ni a ella ni a su hermano de la escuela.
Perduraron unos años mas aunque ya no cumplían con el pago del alquiler exigido
por los usureros y contra un sin fin de familias que solicitaban el espacio de
ellos a diario.
Frederick le enseño
muchas cosas. Siempre trato de inculcarle cual era la esencia de la bondad.
Ella hacía lo que podía. A veces se aprovechaba de sus poderes y, por ejemplo,
no estudiaba y después leía las respuestas de las mentes de los demás alumnos y
otras cosas de no muy alta malignidad. Frederick falleció, según ella, cuando
todavía no había terminado de enseñarle todo. El pobre hombre murió sumido en
la pobreza y completamente triste y solo.
- Yo me había dado
cuenta que estaba por morir- me dijo ella - Es difícil de explicar cómo pero
así fue.
- Y se lo dijiste.
- Si, y me contestó
que el también ya lo sabía; hacía mucho tiempo. Y que yo, tras su muerte,
debería continuar aprendiendo por mi sola el control mental y utilizarlo. Cuando
le pregunté en que debía usarlo me contestó con estas mismas palabras: ya lo sabrás en algún momento lo sabrás vos
solita.
Yo, al igual que
ella, esperé incansablemente a través de los años ese momento. Cuando por fin
lo supo yo ya estaba casado, ella estaba vieja y el mundo enloquecido.
El taxi dobló
acalorado por Maipú fustigando la suspensión y llegamos al departamento de
Marcela, la actual vivienda de mi madre.
Marcela, la amiga de
EE.UU. (que no era tal, era más argentina que el dulce de leche) poseía un dúplex
en Paraguay y Maipú y mi madre lo ocupaba algunas veces a cambio de cuidarle el perro.
En el centro del living, como un cóndor en su propia cordillera, divisé a Indra
Deví (la canaria que acompañaba a mi madre desde que tengo uso de razón)
saltando alborotada en una enorme jaula. Una jaula en la cual debería sentirse
gustosa y casi en libertad.
- Esa jaula es un
regalo de Marcela; a ella le encanta Devi. Hay café en la cafetera la enchufo y
te convido con uno ¿querés?
Acepté. El
apartamento lucía un ordenamiento y limpieza imposibles para una visita sin
programación previa. Algo me extrañaba de esa armonía y le hice saber mi
inquietud a mi madre.
- Ahh. Perspicaz. Es
que ahora vienen los del canal dos para hacerme un reportaje. Preciso de mucha
publicidad para mi emprendimiento. Es fundamental.
- ¡Qué! ¿Cuándo van a
venir?
- Ahora mismo.
Necesito que estés conmigo... Que me apoyes. Por favor. Por eso te llamé.
Sonó el timbre.
Mientras pensaba cuales iban a ser mis próximos pasos, o la manera más sigilosa
posible para escaparme sin percatarme del tiempo transcurrido desembarcaron los
del canal. Un hombre vestido con un saco azul y una corbata extravagante y dos
encargados de las cámaras. Atestaron el piso de cables y el living de luces y
micrófonos, como si fueran los tentáculos de un enorme pulpo asesino. Mi madre
me presentó como su hijo. Me quedé petrificado pretendiendo formar parte de la
decoración mientras le hacían el reportaje, pero no dio resultado.
Durante varios años,
por esas cosas de la vida, estuvimos separados. Ella se había convertido en una
gran mentalista y curandera muy reconocida en la provincia y los medios de
comunicación. La gente la llamaba "Olga
la gran mentalista". Se había instalado en Valentín Alsina y efectuaba
casi sin descanso operaciones sin anestesia, (hecho fundamental de su
notoriedad), diluía tumores, curaba resfríos y combatía todos los males y
afecciones del alma. Y yo termine mis estudios y me case. Cuando me entere de
su fama entusiasmado y contemporáneamente azorado: decidí ir a visitarla.
Me enteré que
"Olga" había conseguido su popularidad y fama de curandera eficiente
de boca en boca. Hasta que, ineludiblemente, llegaron las cámaras y la prensa a
inmortalizar su esotérico trabajo. Justamente el día de mi solitario arribo a Valentín
Alsina estaban haciéndole un reportaje televisivo. Filmaban una de sus
misteriosas operaciones: la increíble extracción, sin anestesia ni dolor, de un
tumor de la panza de una vieja enferma. Al parecer, me contaron los mirones y
devotos, la paciente, una vieja de setenta años: albergaba un tumor maligno en
los intestinos que la estaba consumiendo.
- A mí, días atrás,
me tocó el estómago nada más que con una mano y por la noche me liberé de la
solitaria - me comentaba con veneración una mujer arrugada y flaca - El bicho
salió solito cuando estaba en el baño, tenía como 10 metros de largo, mire
usted. Hoy vengo para que la santa me devuelva la voluntad de comer.
Me acerqué. Ya en el
patio delantero de la casa esperaban en fila unas cien personas entre mujeres,
hombres y niños. El olor a transpiración se sentía artero y penetrante pese a
estar al aire libre. La mayoría de las personas esperaban ser atendidas con
vendas en distintas partes del cuerpo o enfermas, tosiendo y escupiendo el piso
y gimiendo de dolores incognoscibles. Algunos entrometidos se arrimaban
indiscretos a la ventana para observar el interior de la casa. Cuando me
acerqué recibí una mansalva de protestas y gritos. "Oiga yo hace cuatro
horas que estoy aquí esperando para entrar no se cole" y no me permitieron
el paso. Por suerte una portentosa mujer, rubia y alta salió del interior de la
casa y vino directamente hacia mí pronunciando mi nombre alegremente. La
hermosa mujer, que desentonaba entre el tumulto por la vestimenta suntuosa y el
cutis amiláceo al parecer me conocía; "Sos igualito, igualito a la imagen
tuya transmitida mentalmente por tu madre; la misma expresión de
enamoradizo" me dijo. Más tarde descubrí que era Marcela, la del
departamento de Paraguay donde ahora estoy esperando la finalización del
reportaje. Entramos.
Cuando ingresamos en
la casa de Alsina lo hicimos directamente por una puerta lateral al living. Ahí
estaba montada la sala de operaciones y consultorio de la mentalista. Una
habitación con jirones de mampostería húmeda colgando del techo, un par de asientos
de caña envejecidos y deshilachados, las paredes en evidente estado de dejadez
y el piso de madera con polvo acumulado de dos o tres otoños por lo menos; en
fin: fastidiosamente sucia como ambición de hospital. Pero, al parecer, entre
las cámaras y los potentes reflectores negligentes se veía a mi madre al borde
de una camilla de metal donde yacía acostada la mujer del tumor completamente
confiada en lo que le estaban haciendo. La mujer miraba el techo de la
habitación sin denotar dolor, ni cansancio, ni asomo de irritación. Todo lo
contrario: se reía. El olor a miedo solo era patrimonio exclusivo de los
espectadores. Mi madre había realizado en el vientre de la mujer una profusa
incisión sin algodones ni esterilización; los únicos instrumentos, acechando
aburridos dentro de un vaso alto como cepillos de dientes: eran un escalpelo y
una pretensión de pinza médica. Nada más. La incisión, de unos seis centímetros
de largo, era formidablemente profunda. Las paredes musculares y la grasa
abdominal se adivinaban a través del surco pero, irracionalmente, las gotas de
sangre no estaban invitadas al show. La abertura, fantástica en el cuerpecito
de la vieja (tanto que mi madre perdía los dedos hasta los nudillos en el
agujero rebuscando el escurridizo tumor): dilapidaba tranquilidad. Mi madre
relataba el movimiento de sus dedos con lujo de detalles. Como no había sangre
todo se veía con mórbida claridad; nombraba los músculos y los órganos como si
los conociera, como si fuera una cirujana avezada. Las cámaras recorrían
estupefactas la mesa y por momentos se observaba a la señora del tumor como,
distraídamente, se acomodaba el pelo teñido sujetado por una banda de metal en
la frente.
Concluyó la operación
y con mi madre nos encontramos en una habitación lateral de la casa. En las
paredes de ese cuarto se amontonaban, en un sin fin de frascos, diversas formas
orgánicas irreconocibles. Trofeos de anteriores batallas, pensé. No necesité preguntar
que contenían esos frascos con formol; era evidente. Mi madre desde que había
salido de la sala de operación lucía, en la cabeza, una especie de gorro de
metal con lamparitas de colores adosadas como si fuera una corona de espinas y
unos dibujos incaicos entrecruzados. Por atrás del "aparato" sobresalía un cable trasparente de unos cuatro metros
de largo con un conector en el extremo. Antes de sacárselo me propinó un abrazo
inagotable. Mi frente chocaba contra el susodicho adminículo.
- No te asustes. Es
un nuevo invento mío. Un transmisor de energía cerebral. Viste la señora que
operé, bueno ella tenía uno igual en la cabeza, es el receptor y estábamos
conectadas por este cable.
- Vi algo parecido al
tuyo en la cabeza de la señora pero sin esas lamparitas de colores. Más bien
creí que era un sujetador.
- Pero no lo es y las
lamparitas fueron un consejo de Marcela para que parezca más futurista - me
dijo acercándose y en secreto.
- Es genial - agregó
Marcela desaforadamente - lo conecta a las personas y recibe todo. Recibe sus
pensamientos, sus emociones y puede transmitir los suyos. Es una genia.
- Si y como habrás
observado bien puedo controlar el dolor ajeno, los nervios y la ansiedad.
- Y practica las
operaciones así nomás - Aseguró Marcela como si estuviera hablando de un dios -
sin anestesia ni ambientes controlados; los microbios o los parásitos no se le
acercan; es increíble, deben tenerle tienen miedo pienso yo
- Un ambiente
aséptico quisiste decir con eso de microbios y parásitos. Ni siquiera preciso
lavar los instrumentos. Los lavo nada más que para causar buena impresión.
- Pero ese aparato
que inventaste es increible - dije yo asombrado - podría causar una revolución
social. ¿Lo puede usar cualquiera?
- Claro, desde ya,
solo tengo que fabricarlo a la medida de su cabeza y enseñarle a manejarlo.
Pero no tiene precio. Y además todavía estoy descubriendo sus posibilidades.
Me lo mostró. Yo no
noté diferencia alguna entre la cruza de un casco de motocicleta y un colador
de fideos. Las lamparitas de colores, como una corona de espinas de neón me
causaban gracia. Mi madre se dio vuelta, (no me había percatado cuando se lo
quito) y tenía la zona posterior de su cabeza pelada. Al verme atontado me dijo
señalándome algo en el interior del casco.
- Es para que este
metal - me mostró el interior del artilugio - ¿lo ves? Bueno… es para que entre
en contacto con el cerebro. El pelo distorsiona. Por ahora.
Cuando le pedí detalles sobre su
funcionamiento me explicó que una noche de Navidad, exactamente ese mismo año,
como tantas otras desde que salió del hospital psiquiátrico, la teoría del
funcionamiento del casco se le presentó como una iluminación divina.
- ¿Un hospital psiquiátrico?
- Si es que perdí mis
poderes mentales vos lo sabes. Y bueno quizás me extralimite un poco y me
encerraron por sufrir ataques de histeria. En realidad no podía controlar mi
mente, me dolía, me atormentaba como si tuviera elefantes corriendo
atemorizados entre las orejas. Por suerte en el hospital me sedaron y cuidaron
hasta que una tarde los ataques cesaron de repente. Perdí los poderes mentales
completamente y creí, hasta ese día, que jamás los iba a recuperar.
- El mundo se hubiera
perdido de una persona increíble. - Agregó Marcela idolatrándola.
- Bueno no es para
tanto, fue un poco de suerte también.
- Contale – le
alentaba Marcela que no podía borrar esa expresión de estar hablando de un dios
en vida de su rostro - contale como los recuperaste.
- Esa noche de
Navidad acompañé a una niña enferma de cáncer en el hospital Argerich. Una
enfermita que no tenía con quien pasar la Navidad...Yo tampoco tenía con quien.
- ¿Y yo que? porque
no viniste a verme o no me llamaste. - le dije
- Bueno, no fue un
reproche, créeme, cuando estaba con vos la cabeza me estallaba. Además no
quería que me vieras en ese estado.
- No pensaste en
algún momento... que yo debía decidir en qué estado quería verte… eh.
- Bueno ya está
dejemos el pasado. Ahora estas aquí y eso es lo que cuenta. Bueno como te decía
estaba con la niña y las dos nos quedamos dormidas ella acostada en su cama y
yo al borde de la misma. Soñé con el aparato. Me vi armándolo exactamente
igual, sin las lamparitas por supuesto, a como lo ves ahora. Y bueno no hice más
que obedecer mis sueños.
Apoyó el artefacto en
la mesa. Sonó a hueco; como si nada hubiera en su interior.
No me creí en ningún
momento que fuera un transmisor de ondas cerebrales.
Ahora sé que no lo
era. Ella se valió del inservible transmisor para recuperar psicológicamente
sus poderes y la voluntad de aplicarlos. Pero no fue consciente de ello. Por
eso asimiló y defendió la idea de un aparato transmisor. Fue el momento de su
existencia donde gozó del don de la telepatía en su mayor plenitud. Curó y
ayudó a un millar de personas y practicó incontables operaciones inauditas.
Ejecutaba más de seis operaciones diarias en esos días de esplendor. Se hizo
famosa. Los científicos, escépticos, deseaban estudiar su invento y el mundo, o
ella misma, la marginó. La creencia de un aparato transmisor de las ondas
cerebrales eclipsó todos sus demás logros. Un día un hombre cayó en su vida
para demoler todos sus aciertos; para convencerla de fabricar los artefactos en
serie, venderlos y enseñarle a la gente a utilizarlos. La llenó con la fantasía
de que ese aparato tenia infinitas aplicaciones; seria reconocida mundialmente
y transformada en una Mesías universal y gran maestra de la ignota disciplina
telepática. Indudablemente se lo creyó. Por amor; por esa ceguera del corazón
tan maldecida por ella. Una ceguera similar a su creencia, casi diría placebo,
de efectuar los actos mentales por intermedio del aparato.
Por supuesto el
cacharro en serie resultó un fraude. La prensa amarilla y los nihilistas de
siempre arremetieron contras su figura; la arruinaron de la noche a la mañana;
llamándola mentirosa públicamente; eclipsando completamente su magna obra de
bien. Y aquel hombre, solamente un negociante inescrupuloso, le hizo un juicio
por fraude. Pocas personas recordaron en esos momentos de decadencia que ella
las había ayudado.
Y solo los más
allegados supimos que volvió a perder su don.
Antes de este día
intentamos de mil maneras que los recuperara. Porque a ella le era imposible
vivir sin ellos. Le propuse fabricar juntos otro transmisor de energía similar
al anterior para recuperar sus poderes. Lo hicimos, pero, esta vez, su
inconsciencia estaba avisada del engaño.
Al final, antes de
desaparecer por completo, vivió conmigo y algunos fines de semana en el dpto. De
Marcela. Cuando yo me case con Daniela se fue a vivir a una pensión. Ya no
quería vivir conmigo. Se consideraba un estorbo.
Así llegué al día de
hoy. Presenciando repetidamente otra de sus locuras. Como siempre ella tenía un
acercamiento especial con el periodismo y la fama. Y ahora, en el departamento de
Marcela, aprovechaba esa unión.
Antes de que me
llamara para hablar discretamente fui y me escondí en el baño. Culminó el
reportaje y la encaré enfurecido. No me sirvió de nada. Tenía todo preparado
con antelación. Había conseguido que una reconocida clínica citadina le
efectuara la extracción de un riñón para vender y, previsora, también había
conseguido el comprador. Me retiré ofuscado.
Tres días más tarde
me enteré por la televisión que la operación había sido todo un éxito. Y el
riñón de ella se asimilaba al organismo de un niño que ya se había dado como
insalvable. Pero aquello no terminó ahí. El niño receptor era sordo mudo y, con
la instantaneidad de un presentimiento, comenzó a hablar.
La prensa camaleónica
suele treparse asiduamente a acontecimientos de este tipo con todo su aparato e
idiosincrasia y exprimir el jugo de este tipo de noticias con alevosía. El
rostro de mi madre ocupó todos los programas de televisión y las tapas de los
diarios. Miles de personas le enviaron cartas rogándole que les vendiera algún
órgano o cualquier otra parte de su cuerpo. La desmembrarían viva si de ellos
dependiese. Con el dinero de la venta del riñón compró otra casa en Valentín
Alsina a tres cuadras de la anterior y ahí instaló su bunker. Me llamaba por
teléfono a diario solicitándome que fuera a visitarla, pero yo no podía verla
en ese estado; depredada. Al final ella tenía razón. Pero no necesité ir hasta
su casa para verla en decadencia porque, en el término de un mes, su figura, su
rostro, su cuerpo fue mutilándose pública y terroríficamente en un frenesí de
autoflagelación sin par. Un día aparecía en un programa televisivo con un ojo
menos y un parche comentando alegremente sus vicisitudes. Seguido de algunas
personas que sanaban milagrosamente. Al otro le faltaba una oreja. Los días la
consumían. Las revistas la retrataban comentado cada uno de sus cambios y
mutilaciones y mostrando fotos del antes y después. Una noche en que ya no le
quedaban más órganos y partes inútiles del cuerpo para vender se acordó de la
niña del hospital y me solicitó que la fuera a ver por ella. Pretendía
regalarle un órgano o parte de su cuerpo para que se curara; pero la niña,
según los archivos del hospital, había muerto hacía años. Fue ahí cuando
comprendió lo errado de su derrotero existencial.
Lloró
desconsoladamente por el teléfono cuando le di la noticia. Y, a pedido de
Daniela, decidí apoyarla sin condiciones. A partir de ahí nos trasformamos en
sus voceros personales. Marcela, Daniela y yo; entramos en el frenesí y
formamos parte consciente del mismo.
Como el deseo más
ferviente de mi madre era ayudar a los pobres; y no podía ayudarlos
regalándoles su cuerpo porque no había manera objetiva de elegir a quien sin
dejar muchos inconformes "Solo dios puede tener ese poder de decisión
sobre la vida humana" decía: se propuso rematar lo poco de carne que le
quedaba. Rematar públicamente los órganos sobrantes y con el dinero recaudado
crear una fundación pro ayuda del enfermo indigente. En cierta forma era una
decisión inútil porque a la fundación la precedían médicos de distintos
hospitales y ellos serían los encargados de decidir a quién ayudar y a quién no.
Poncio Pilatos no
tuvo tanta inteligencia.
Las operaciones de
extracción de partes de su cuerpo comenzaron una semana después de decidirse.
Primero los dedos uno por uno. Pagaron cifras millonarias por un dedo. Se
descubrió que los pedazos de su cuerpo también tenían poderes curativos. La
gente, la mayoría millonarios, guardaban estas partes en frascos con formol. Más
tarde se remataron en estuches especiales. Un día remató sus brazos, primero
los antebrazos y después los superiores. Con Daniela debíamos ayudarla a
alimentarse y yo lloraba casi todas las noches arrepentido de seguirla y no
frenarla. También remató sus piernas de a partes. Venían de todos los rincones
del planeta a los remate. Le fabricaron una silla de ruedas especial que
manejaba mediante una palanquita con la boca. Por todos los medios procure
frenarla, pero no me escuchaba. Vendió el otro ojo y quedo ciega. Los dientes.
Al final comenzó a rematar los órganos necesarios para la vida como el otro
riñón y estaba de aquí para halla con un aparato purificador de sangre
conectado al cuerpo. Parecía un pedazo de carne sin brazos ni piernas; con
cables y tubitos emergiéndole por los costados como un monstruo, o una célula
gigante. Pero su rostro era la viva imagen de la alegría y la paz.
Remató el hígado; y
fue en ese momento que casi se muere. Se puso toda amarilla y vomitó sangre
durante días. Ahora pienso que una muerte prematura hubiera sido una bendición.
Se quitó el cuero cabelludo y también lo remato por partes.
Lo anteúltimo que
hizo fue rematar su corazón. El remate incluía una implantación, pero su cuerpo
no resistió el nuevo corazón sintético, y precisó de estar conectada a un
corazón mecánico axial de por vida.
Ya no podía entregar más
órganos y, esa misma tarde que le conectaron el corazón axial me dijo:
- Ya está, no puedo más
¿para qué seguir viviendo?
- ¿Por qué viejita? ¿Porque
debía ser de esta manera?
- Es que no lo
entendés hijo. Es parte de mi destino. Tanto esfuerzo y jamás recupere mis
poderes. Tanto esfuerzo y no sirvió de nada.
- Entonces ¿Por qué continuaste
con esta locura?
- Porque me hubiera
vuelto loca Ezequiel ¿No lo entendiste todavía? Cada operación, cada dolor por
un pedazo de mi cuerpo extraído, arrancado, mermaba el dolor en mi cabeza. Y la
angustia y la desazón. Nunca fui tan feliz desde que nací como ahora ¡Créeme! Y
he ayudado a muchas personas... eso creo no.
- Jamás te lo
agradecerán. Hasta aparecen caricaturas de vos en revistas de humor.
- Ya lo sé. Daniela
me lo dijo también y me parece que también crearon una especie de heroína de historietas
con poderes mentales o algo así.
- Si, sin cuerpo y
con un casco transmisor de ondas cerebrales.
- Bueno, ya está
hecho, no se puede volver atrás. Aparte, probablemente, esa sea la única forma
de alcanzar la vida eterna, recordada por una caricatura. ¡Que hipócrita puede
ser el mundo cuando se lo propone!... Ahora, solo me falta el epitome.
- Pero...
- Sssccchh... sin
peros... vos sabía, si me dejabas, si me dejaste hasta ahora: que no puedo
vivir así conectada a aparatos extraños de por vida. Vos sabías cual era la
culminación de todo esto. Y sabes también cuanto te amé mientras viví.
Todo se repetía
indudablemente. Aunque ahora los aparatos no los llevaba conectados al cerebro
y no eran de su fabricación.
El día final
sobrevino tan rápido que no pude ni siquiera despedirme de ella como debía.
Me encerré en mi casa
y no salí hasta ese día mismo momento. Marcela y mi mujer se encargaron
alegremente de los preparativos. La clínica instaló sus aparatos en Alsina; en
el living de la casa.
Fui a verla.
Los hechos se
repetían atemporalmente.
Un millar de personas
impacientes rodeaban la cuadra; había en los alrededores casi tanta gente como
en un partido de la selección. En el patio de la casa habían instalado el salón
de la subasta disponiendo filas de sillas para los adinerados que comprarían el
último ofrecimiento de mi madre. La base era de un millón de dólares. Por
televisión emitieron un programa especial para el acontecimiento; psicólogos,
mentalistas, adivinos, científicos, genios y locos de atar derramaban sus
opiniones frente a las cámaras y los periodistas; los televidentes llamaban al
canal sin descanso dando sus opiniones; parecía que nadie tenía otra cosa más
que hacer que estar frente a sus pantallas o la radio sorbiendo los finales de
la vida de mi madre. Pocas personas además de los operadores de las cámaras,
los periodistas, el grupo de médicos y los allegados de mi madre tenían acceso
al recinto de la operación. Daniela, Marcela, Gandhi, Indra Deví su canarita (que
aunque no lo crean, aunque opinen que no es necesario contar esto: murió al
otro día) y yo: presenciamos el show estáticos a un costado. La gente gritaba
enajenada en las calles y entonaba canciones de "Y Olga no se va... no se
va… Olga no se va..." Había pancartas y carteles alentadores que decían
"Olga te queremos", "Gracias Olga". Y entre la enloquecida
turba pude divisar a ese conjunto de locos que se llamaban a si mismos el grupo
de adoradores del culto a Olga; hombres y mujeres orando con los ojos
emparchados, las manos enguantadas, las orejas tapadas, el pelo arrancado en
una parodia insensible de mutilación. Del otro lado, en el patio trasero, los
adinerados esperaban con impaciencia. En sus rostros se dibujaba la tensión de
ganar la puja. En todos ellos observé la misma tensión que se tiene al apostar
en las carreras. Eso fue lo que saque en claro. El show era una carnicería y
todos esperaban apasionadamente su parte de la res. Y yo, desdichadamente, no
podía hacer nada para evitarlo.
Por fin el show
empezó seducido por un silencio sepulcral. Un cirujano canoso, con las manos
temblorosas por la fama, desconectó uno por uno los aparatos que mantenían a mi
madre atada a la tierra. Primero anuló el riñón artificial y la gente aplaudió
y gritó descontrolada. Unos redoblantes (que no ubiqué su origen) anunciaban
cada uno de los movimientos del cirujano con delirio. En un paroxismo de
antología, acto seguido, desconectó el hígado y más algarabía y frenesí sacudió
el recinto como un tornado adulador. Alrededor el mundo estallaba en gritos. La
gente se desmayaba. Enloquecía. También algunos de los ricos en sus asientos
eran socorridos por paramédicos. A corolario: desconectaron el pulmotor. La
única manera de notar el funcionamiento del pulmotor era mediante unas luces
que le habían puesto arbitrariamente alrededor al aparato como una corona de
espinas (todo se repetía); y, aunque, los motores de los pulmotores son
extremadamente silenciosos: este hacia un ruido descomunal y dejó de hacerlo
cuando el doctor bajo la palanquita (también arbitraria). Mi corazón me
empujaba a llorar, a saltar y parar todo esa locura y a rezar. El esfuerzo de
la gente amontonada en el exterior por mostrar su presencia me hacía sentir
insignificante. Y traidor. Creí que las paredes sucumbirían ante tanto alboroto
y ansiaba que mi madre estuviera escuchando todo ese aliento ensordecedor. Por
último, el insensible cirujano, desconectó el corazón axial. Una de las médicas
se desmayó tirando al piso la mesa de instrumentos. Entonces el universo dejo
de respirar, todo se silenció. Solo se escuchaban algunos sollozos y gemidos.
De mi madre solo se veía la cabeza sobresaliendo del pulmotor, sin pelos, sin
ojos, sin orejas. Pero puedo asegurar que me miraba. Sentí frío. Mucho frío.
Entonces de
imprevisto las cámaras y los sobrevivientes del recinto depositaron sus miradas
en el monitor cardiaco. Arbitrario por supuesto. La línea quebradiza quedó
constante y el pitido continuo chilló más penetrante que la sirena de una
ambulancia.
Clínicamente mi madre
estaba muerta.
Sin corazón.
Fue un desastre. La
gente enardeció al unísono. Saltando y golpeando las ventanas. Gritando
desaforadamente. Pero las cámaras otra vez salvaron la precaria situación
apuntando hacia la muestra del encefalograma (lo único no arbitrario). Las
agujas fanatizaban el papel que no daba abasto. El cerebro de mi madre se
resistía a morir. Transcurrieron minutos larguísimos, o eso nos pareció, bajo
el rebosado de un silencio abrumador, cuando por fin las agujas desfallecieron.
Curioseé a través del enorme televisor instalado en la sala como la gente
lloraba desahuciada, las cabezas bajas, el dolor instalándose en el público;
royendo mi alma. El cirujano se dispuso a cercenar la cabeza de mi madre por la
frente con un láser; pues el lacerante rechinar de una sierra seria
insoportable de sobrellevar. Afuera algunas personas gritaban "Paren. La
están matando"; "Está viva, yo la siento, déjenla" Y el "Ooooo"
generalizado retumbaba amedrentador en las ventanas. Cuando por fin el cirujano
verdugo canoso terminó su trabajo: retiró la tapa del cráneo perfectamente
seccionado semejando un cofre de tesoro y saqueó al cerebro inerte de mi madre
con sus manos impiadosas. Por la felicidad denotada en sus facciones el hombre
debería creer que se trataba de un parto, que estaba dando vida en vez de silenciarla.
Tomó la masa arrugada y la alzó frente a una de las cámaras (le faltó la
palmadita). Lo mostraba. Mostraba al cerebro de Olga, la gran mentalista,
triunfante. Y la gente deliraba de emoción.
Inmediatamente
pusieron el cerebro inerte en un recipiente sellado transparente y lo llevaron
al patio. También hicieron lo mismo con el cuerpo mutilado. Empezó la apuesta;
la masacre económica.
Yo fui un espectador
tangencial de todo aquel episodio odioso y arrollador. Pero hoy, ya pasado
todo, sé que no podría haber hecho nada para detener aquel delirio. Me quede
ahí, quietito, con los sentidos atornillados al piso; mientras, afuera, el
retumbar continuaba exponencialmente y desde el patio se escuchaba " ¿Quién
da más?" "¿Quién da más?" y los golpes del martillo traicionaban
la naturaleza.
Además, en el momento
preciso en que las agujas del encefalograma deliraban: por mi mente desfilaron
vividas imágenes de mi madre feliz, sonriente, en paz.
De la luz brillante,
fraternal y benigna allá en el fondo llamándola sobreprotectora y de ella
sumergiéndose en ese tibia claridad segura de sí misma.
Lo último que escuché;
que sentí en realidad, con la misma vos endulzada de mi madre fue:
- Estoy contenta.
Y las imágenes en mi
mente cesaron en un latido como se apaga un tubo de rayos catódicos.
La flor... Y la sangre por Daniel Ramón La Greca se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.
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