Uno de muertos vivientes. Un intento por saber que se siente serlo.
Preparen sus cerebros que tengo hambre.
La muerte de los reflejos
Al errar por las lentas galerías / suelo
sentir con vago horror sagrado
que soy
el otro, el muerto, que habrá dado / los mismos pasos en los mismos días.....
y miró
este querido mundo que se deforma y que se apaga
en una
pálida ceniza vaga
que se
parece al sueño y al olvido.
J.L.Borges
El ambicionaba todo, deseaba ser un buen
padre de familia y un gran industrial; tanto le habían costado esas inyectoras
plásticas, tanto esfuerzo y años de sinsabores para nada.
Pero él no sufrió como todos. Dormía. Dormía
en un sueño del que jamás debía haber despertado; o, quizás, nunca haber
acariciado.
Sintió calor en su pecho; solo eso, calor
sofocante y una afligida bocanada de aire entró viciada de un hedor a
putrefacción, encierro y miedo en sus pulmones y la orden de vomitar insistió
en su cerebro.
Desorientado y asustado experimentó una
extraña sensación; como si un ejército de gusanos y arañas ponzoñosas
germinaran repentinamente en su pecho.
Aspiró. Tosió.
Volvió a aspirar y sin poder ver nada, a
oscuras, pero con los ojos abiertos: lloró.
Sí, lloró; lloró como un niño. Sin lágrimas,
sin gusto, a oscuras, y así fue exactamente como se imaginó que estaba.
“Estoy encerrado
en el placard”, pensó. Y recordó cuando era solamente un niño malcriado y
se encerraba en el placard de la habitación para que sus padres no lo
encontraran y las voces le parecían tan lejanas, tan severas, pero tan
necesarias al mismo tiempo. Aunque, en realidad, en este momento no sabía la
razón exacta por la que estaba encerrado y en su mente no existía señal alguna
de haber cometido una maldad o una travesura. Sin embargo estaba encerrado, y
tenía calor.
Intentó salir.
Al principio no pudo, notó que estaba
acostado en el piso del armario y temió por las polillas. Desde chico le
aterrorizaron las polillas, los bichos voladores, furtivos, repugnantes, sin
embargo, no sentía el clásico aroma petulante a naftalina de sus armarios. Por
un segundo creyó que no podría salir.
Procuró abrirlo.
Apareció la luz; un leve y cansino rayo de
luz penetró en su voluntaria cárcel de madera, aunque fue peor abrir que
continuar ahí, en el armario, enclaustrado, porque el aire exterior, casi
lejano, lo sacudió con vehemencia y tosió como nunca lo había hecho en su vida.
Quiso gritar para pedir ayuda. Tanta fue su desesperación que llegó a pensar
que un espasmo más y moriría ahogado, asfixiado, tosiendo. Por fin, cuando dejó
de toser, el aire entró apresuradamente en sus pulmones abrazándolo, quemándolo
como el humo del asado cuando en su infancia se acercaba demasiado a la
parrilla y aspiraba.
Intentó recordar aquellos tiempos perdidos y
evocó que siempre era él el que hacía los asados en su familia; aunque siempre
creyó que asaba horrible; sin embargo todos lo aplaudían cuando llevaba los
primeros trozos de vacío y los chorizos a la mesa.
Sin proponérselo se le hizo agua la boca por
probar un pedazo de carne. "Eso...
Quiero carne bien cruda, roja, con sangre caliente". Demasiado cruda
fue lo que pensó, y por un momento se aterró de verse comiendo carne cruda como
un león enjaulado.
Abrió la puerta y buscó en su habitación
alguna estructura conocida. Por un segundo los pensamientos se le mezclaron
Creía que todavía estaba dentro del armario, aislado, y al mismo tiempo se
acordaba de cuando ya adulto se encargaba del asado.
"Imposible;
o soy adulto o soy un niño."
Era claro: entre sus análisis y sus
percepciones existía una falla. Además, descubrió: estaba acostado.
"Claro
es un sueño... gracias a dios fue todo una pesadilla, nada más que eso".
Sin embargo estaba tendido bajo un techo desconocido, lleno de telarañas,
sucio, húmedo y descascarado.
Se levantó.
Le costó. Los músculos de las piernas le
ardían. Era una constante. Todo le ardía. "Dios".
Pensó que estaba enfermo y yacía en una habitación vaciá, en una especie de
hospital de mala muerte, descuidado como todos los hospitales públicos. Pero
no, esa pequeña habitación le parecía coherente y aunque algo de ella le
preocupaba y lo asustaba, podía jurar que la conocía. Mientras se erguía
escuchó una serie de ruidos terribles provenientes del exterior; exactamente
desde donde se agrupaban unos exiguos rayos de luz para entrar. Se irguió en la
cama y algo apocalíptico e incongruente, lastimó su humanidad: no estaba
acostado en una cama sino, dentro de un cajón acolchado.
Tenía frío. Un frío imposible, doloroso, como
un congelamiento del alma. Tan extraño que su espíritu titiritaba y no obstante
los pulmones le ardían. Se paró como pudo en la pequeña y obscura habitación y
se dirigió a lo que semejaba la puerta de entrada. La puerta era de metal con
hojas de vidrió de vario colores en la que todos sus vidrios estaban rotos o
presentaban rajaduras, pero tenían un acabado artístico. Demasiado barroco para
tratarse de una puerta común, pensó. Abrió la puerta. Ahí si la claridad lesionó sus ojos.
Salió al exterior.
Al salir los rayos del sol le manosearon el
cuerpo, sin embargo, con el brazo desnudo no sentía la cálida presencia del
sol, como si los rayos estuvieran agotados o le tuvieran miedo.
"Debe
ser de madrugada".
Miró hacia los costados, hacía abajo. El piso
era de baldosas y lucía lleno de tierra y hojas secas y estaba rodeado de
construcciones extrañas y pequeñas semejantes a iglesias o conventos, o
diminutos palacios. Un derroche de mármol y metal desacostumbrado en el siglo
21, pensó.
La calle o la vereda donde estaba parado era
demasiado angosta y las construcciones de mármol oscuras y lóbregas que la
circundaban a ambos lados lograban una atmósfera de encierro sin parangón.
Trató de dilucidar hasta dónde alcanzaba aquel angosto pasillo rodeado de bóvedas y a los cien metros divisó como
el aire se enrarecía por el calor. La clásica fumarola de aire caliente
elevándose desde el suelo de los días calurosos. Sin embargo, su cuerpo,
parecía no percatarse de la quemazón, no sentía el calor.
Inmediatamente un presentimiento malsano
atenazó su corazón.
"¿Bóvedas?....Dios
mío...estoy rodeado de bóvedas".
Miró la estructura de donde había salido y
comprobó que se trataba de una construcción de mármol negro y sucio, y que por
encima de la semidestruida puerta dos cuencas de metal oxidado sostenían unos
ramos de flores resecos y apagados.
"¡No
puede ser… dios mio!".
Casi se desmaya por la revelación. Dio un
paso atrás tratando de sostenerse de algo inexistente para que la explicación
no lo tirara al piso. ¡¡NNOOO!!. A un
costado de la puerta una placa de metal aseguraba: Familia Quaranta.
“¡Mi
familia!... Estoy en el cementerio, en la bóveda de mis
padres y del abuelo... ¿Cómo puede ser? ¿Qué ha sucedido conmigo?".
Transcurridos unos segundos de inconsistencia
hurgó su mente en busca de respuestas, pero la encontró desierta, distante,
opaca. Experimentando un dolor desconocido cuando emprendió la tarea de
recordar o de pensar, como si su mente y su cuerpo se resistiesen a ser
manejados por su voluntad.
El sol se reflejaba artero en la mayoría de
las paredes de mármol de las bóvedas; y lo hacía con vehemencia a juzgar por la
claridad y el fervor demostrado por las baldosas. Sin embargo, él, tenía frío.
Se palpó el brazo. Estaba helado, tieso y presentaba un color imposible. Lo vio
pálido, por momentos reseco, como si la piel hubiera perdido color y humedad.
Se pasó distraídamente una mano por la cabeza atrapando un mechón de pelo.
Solía hacer ese gesto cuando algo no encajaba o le era difícil de entender.
Cuando bajó la mano tenía un manojo de pelos enroscados entre los dedos.
"Dios
mío se me cae el pelo, estoy helado, me duele el cuerpo, ¿Qué me está pasando?"
Ya al borde de un colapso nervioso decidió
entrar en su antigua prisión. Al entrar en la bóveda se percató de inmediato
que para su alma desorientada y apenada hubiera sido mejor quedarse afuera. No
podía creer lo que estaba viendo. La bóveda de su familia, en la cual había
sepultado a su padre y a su abuelo soportando una tristeza inigualable: estaba
totalmente saqueada. Miró hacía todos lados desorientado y descubrió en el piso
un féretro que inmediatamente reconoció como el de su padre. El cajón estaba
tumbado y casi destrozado y tenía rasgaduras en la madera lustrada como si un
animal con unas uñas enormes lo hubiera atacado. Decidió que lo mejor era no
mirar el interior del cajón. No soportaría la visión de su padre carcomido por
la putrefacción o, en el peor de los casos, con el cuerpo ultrajado.
Aunque trató de pensar no recordaba haber
entrado antes en la bóveda y si lo hubiera hecho jamás habría pertrechado
semejante destrozo contra sus seres queridos. Era su familia la que estaba ahí.
Le dolió pensar, recordar...
De pronto, de la nada, algo recóndito dentro
de su mente, una oscuridad latiente, comenzó a convocarlo, ansiando retenerlo.
Esa oscuridad lo instaba a entrar en ella, pero él se resistió y logró
apartarla de su mente. Como esos segundos al despertar en los que la mente
trata de superar el sueño.
"¿Qué
hago aquí dentro... cómo llegué a meterme aquí... me habré emborrachado".
Con la vista siguió el contorno del altar de
la bóveda. A un costado estaba el cajón del cual había emergido. Se acercó.
Todos los detalles del recinto se hacían insoportablemente visibles con la
puerta abierta. Incluyendo las rueditas de la bicicleta que su padre le había
comprado con tanto esmero y esfuerzo y que, él, había depositado ahí mismo en
recordatorio por ese gesto.
Recordó situaciones, anécdotas, pequeños
trazos de una existencia humana pero se le escurrían los contornos.
Miró el cajón. Por debajo, en el mármol donde
estaba apoyado, otro mensaje lo sacudió aunque, esta vez, con más alevosía que
el anterior.
"A Gustavo Quaranta, de su mujer Alicia
que tanto lo amó, y tanta falta le hará su presencia"
Gustavo Quaranta era él.
"Dios
mio"
Aquello era lo único que recordaba “Soy yo... Gustavo Quaranta soy yo”, y al
parecer estaba muerto o había muerto en algún momento inexplorado, perdido para
su alma. Gritó. Gritó con todas sus fuerzas, pero no escucho ningún sonido.
Ningún sonido escapó por sus labios. El creyó, aseguró, haber gritado; su mente
aulló del dolor, pero su cuerpo no lo hizo. "Por qué, por qué a mi dios mío, que he hecho... ¿Qué está pasando?".
Trató de recordar a su mujer. "Alicia", pero le fue imposible.
Sabía que amaba a alguien con todo su ser. Creyó sentir su candor. Su bondad
acariciándolo, pero no pudo encontrar una imagen, ni un rostro, ni un cuerpo,
nada, solo el nombre.
En ese instante la oscuridad dañina volvió a atacarlo
de nuevo. Y lo atraía. Se imaginó que caía por un barranco resbaladizo, en el
cual, al final del mismo no existía más que oscuridad y dolor infinitos. ¡¡NNOOO!!por favor no. Por milagro logró
escapar de aquel barranco tenebroso, aunque ya no sabía cuántas veces más lo
podría lograr. "Debo salir de aquí y
avisar que he vuelto a la vida, que ya no estoy muerto, ver a mi mujer,
avisarle, alguien debe saber lo que está sucediendo, estaré enfermo, o estaré
en las mismas porquerías del infierno".
Salió. Llorando internamente. Buscando desesperadamente
su memoria.
La fecha de su muerte no le aclaraba nada,
podían haber transcurrido días, semanas, meses, aunque tanto tiempo le parecía
imposible. Su cuerpo no lo aparentaba.
Decidió que aquella sería la primera pregunta
que le haría al primer ser humano que se presentara ante él. Se observó
completamente por primera vez desde que había despertado, "O resucitado". Llevaba puesto un
esmoquin y algo le susurraba que era el mismo del día de su casamiento, aunque
tampoco lo podía asegurar, como todo lo que le estaba sucediendo. Un gesto
morboso de su mujer pensó, "Vestirme
igual que en el casamiento, como pudo hacerme esto... aunque yo hubiera hecho
lo mismo con ella... seguro que se debería ver hermosa con su vestido de novia".
Procuró verla así, vestida para el casamiento, pero por mucho que lo intentó le
fue imposible recordar su rostro.
Caminó entre las bóvedas circundantes. Tenía
miedo. Un aroma a podredumbre se adivinaba asesino en el aire. No podía asegurar si se trataba de una
fetidez inventada por su mente o si realmente lo sentía. Miró hacía arriba. Un par
de palomas: una famélica y pequeña y otra voluminosa y saltarina, se perseguían
en lo alto de una de las bóvedas más corpulentas y estrafalarias del lugar. El
macho, jactancioso, excitado, con el cuello sobredimensionado y las plumas
erguidas: perseguía a la hembra que se escabullía sutilmente, frenándose cada
tanto como para volverlo loco. Cuando el macho la alcanzaba: la hembra volvía a
correr seductora. Saltaron de una bóveda a otra y corrieron entre una diminuta
estatuilla de mármol representativa del calvario de Cristo y, justamente, entre
los brazos de la cruz se detuvieron.
"Dónde
habrá quedado tu bondad hacía mi señor... porque permitiste que esto me
sucediera... ella ¿Alicia? no se lo merecía... y yo menos".
Los recuerdos de una mujer hermosa, de
alguien acompañándolo, le llegaban vagos, difuminados. El suponía que amaba a
alguien y que ese alguien también lo amaba casi con la misma entrega. Y eso le
alcanzaba para no desfallecer de la angustia, para abrigar una ínfima esperanza
de encontrar las respuestas. Si estaba enfermo: lo curarían.
"Y
si realmente regresé de la muerte: haré todo lo que no pude hacer antes".
Aunque no recordaba realmente que cosas había
hecho y que cosas se debía.
Oteó a su alrededor. La mayoría de las
bóvedas estaban abiertas. Algunas con sus puertas y candados violentados. Casi
llegando al final del pasillo una de las bóvedas lo incitaba mostrándole su
interior. Sintió pánico; sabía que le sería imposible no mirar el interior
sórdido y funerario de una bóveda que no era la de su familia. Pero recordó
algo. Aquella puerta anteriormente era de vidrio y ahora era un amasijo de
cristales rotos. Recordaba esa bóveda. Siempre le había fascinado. Parecía un
banco. Una caja fuerte de mármol lustrado. Diferente a todas las de alrededor.
Sudando modernidad.
No quería; por nada del mundo deseaba ver el
interior ultrajado de la bóveda. Era mejor permanecer sin averiguar nada, por
ahora, se dijo. Probablemente se enteraría de algo imposible de sobrellevar.
Además todo aquello le parecía extraño, inaudito. "Tantas bóvedas abiertas. ¿Quién las habrá abierto y para
qué?".
Cerró los ojos, se armó de valor y pasó.
Sintió otra vez ganas de llorar. No era una persona acostumbrada a la aventura;
era solamente un industrial con excelencia en los negocios y todo aquella
locura sobrepasaba su coraje y osadía. Por un instante se imaginó rodeado de
monstruos comedores de tumbas; rodeado de seres abominables persiguiéndolo por el
cementerio hasta su casa. Miró hacía atrás para ver si realmente aquello
sucedía. Tenía miedo, mucho miedo. Trató de no pensar, de no desarrollar alguna
actividad meditativa. Un frío funesto, gélido, varado en una zona inhóspita de
su cerebro lo atenazaba cada vez que intentaba pensar. Casi podía decir: que
pretendía su vida.
Al cabo, después de un tiempo que le pareció
una eternidad, llegó hasta el final del pasillo. Miró hacía ambos costados y
vio a una persona. Iba a llamarla, pero se detuvo justo a tiempo. La persona lo
miró directamente a los ojos y esa mirada sin brillo fue peor tormento que un
infierno caminante. Era espantoso. Tenía la cara podrida. Le faltaban pedazos
de carne por donde se adivinaban los huesos amarillos y astillados. Los ojos de
aquel ser eran insoportables: parecían no tener fondo y al mismo tiempo eran de
una negrura cruel, sin parangón. El hombre se movió hacía él dificultosamente,
con los brazos erguidos como ramas de un árbol reseco. Gustavo salió corriendo.
"Dios mio… Qué era ese hombre...
estaba enfermo... por dios que enfermedad nos ha atacado. ¿Lepra?... Debe ser
por eso que parezco un muerto, se me cae el pelo y estoy verde Debo encontrar
alguien que me ayude".
Corrió con todas sus fuerzas sin mirar dentro
de la infinidad de bóvedas abiertas que desfilaban lentamente a su costado. Al
fondo observó el comienzo de un descampado y mientras se iba acercando vio
infinidad de cruces blancas floreciendo desde el suelo. "La zona de las tumbas".
Corrió. A la velocidad desarrollaba y por el
tiempo transcurrido le parecía que había corrido como tres cuadras pero en
realidad no había avanzado más de unos metros. Ahí se percató de la
incongruencia, su mente corría, le aseguraba correr endemoniadamente por su
salvación, pero su cuerpo, ya desconocido, solo caminaba acelerado.
Se frenó. Frenó su mente y unos metros después,
frenó su cuerpo.
¿Será
todavía mi cuerpo este? ¿Siento como si mi mente estuviera rodeada de espacio
vacío, como si no tuviera brazos? Eso, exactamente... como cuando se me dormían
los brazos o las piernas por la poca circulación… me duelen... eso debe ser, la
enfermedad debe traer aparejado ese problema de locomoción... Debo llegar a
alguien, necesito ayuda, por favor, alguien que me ayude.
Por fin, tras mucho esfuerzo y paciencia,
llegó hasta el final de las bóvedas. Miró hacía todos lados, arriba, abajo, y
descubrió un terreno pletórico de tumbas con el pasto crecido. Demasiado
crecido, pensó. Algunas tumbas estaban abiertas y montículos de tierra fresca
las acompañaban a los costados. En lo alto, adosado a un árbol desnutrido,
vislumbró un cartel señalando la salida hacía la avenida lindera del cementerio.
"Ahí,
en la puerta debe haber alguien... Probablemente la enfermedad es tan nueva que
todavía no saben cómo curarla y nos tienen encerrados en el cementerio hasta
encontrar la cura... Nos aíslan como leprosos".
Deambuló por la calle lateral a la zona de las
tumbas; una calle interna del cementerio por donde en otros momentos circulaban
las procesiones de deudos. Frenó. A unos metros del cordón había un hombre
arrodillado. El hombre le pareció pelado. Trató de acercarse. El sol descendía,
se aventuraba la tarde. El desorden era total. El pasto estaba crecido,
descuidado, había trozos de tierra removida por doquier, como si una bomba
poderosa los hubiera esparcido en el cementerio. Fijo la vista y descubrió que
por debajo del hombre yacía otro cuerpo del cual solo se adivinaban las piernas
absurdamente dobladas. Ya más cerca comprobó que el hombre arrodillado tenía
los brazos chupados y secos como si se tratara de una momia, como si estuviera
desprovisto de carne y la piel estuviera adherida a los huesos semejando una
bolsa amarronada. Casi vomita por la visión. Se acercó un poco más. Por fin,
cuando llegó a solo dos metros del hombre, escuchó como devoraba. Devoraba como
si fuera lo último que comía en su vida.
Se acercó otro poco frenándose al descubrir
qué era lo que el hombre masticaba.
Se comía al otro, al que yacía tirado en el
piso.
Entonces la momia con vida movió la cabeza,
lo miró y le ofreció un pedazo confuso de carne y sangre. Gustavo sintió como
todo su cuerpo quería avanzar hacía ese pedazo de carne humana. Trató de
detenerse y comenzó a dolerle la cabeza. "Dios no, no lo permitas, no, no quiero, no por favor".
Resistió; por un segundo perdió todo conocimiento, como si el mundo se hubiera
silenciado y oscurecido instantáneamente, cuando volvió en sí: estaba casi
rozando al monstruo, el cual continuaba ofreciéndole el pedazo de cuerpo
humano.
Salió corriendo. Llorando interiormente.
Después de correr un buen trecho se frenó y
se sentó en el cordón de la calle principal del cementerio. Pensó. "Qué está pasando, el mundo se volvió loco.
Ese monstruo se comía un cuerpo humano... Son todos monstruos, dónde está la
gente, yo no soy un demonio, no lo soy"
Pensó y pensó. Aquel monstruo espantoso o era
alguien a punto de morir, casi consumido, como aquellas bolsas de comida
envasadas al vacío, o todo lo contrario, alguien que regresaba de la muerte.
Además, pensó, el cuerpo que masticaba daba la impresión de estar recién
muerto, a juzgar principalmente por la fluidez de la sangre y porque no
presentaba la misma enfermedad y tenía color a piel sana, blanca, pero piel
sana. "Ese bicho no puede tener una
gota de sangre en su cuerpo, ni yo, esta piel no es mi piel, no puede ser mi
piel" Se miró así mismo. Miró sus brazos. Eran lo más cercano posible
a aquel monstruo, pensó, aunque, o la enfermedad en él era flamante o... "Hace poco que morí".
Tomó una lata de gaseosa de un tacho de
plástico verde que colgaba de un poste. Como pudo la achato. Aspiró como para
darse valor y se cortó la piel del brazo. Primero una pequeña incisión. No
salió sangre. Después continuó más profundo. Pero seguía sin salir sangre. Un
segundo después extrajo un trozo de carne de su brazo como si le sacara un poco
de miga a un pan, y seguía sin brotar nada.
Y lo peor era que no le dolía.
Tiró la lata con todas sus fuerzas y observó
el pequeño trozo de su cuerpo. Era obscuro, sin vida. "Estoy muerto ".
Desalentado procuró salir del cementerio.
Mientras caminaba, a su alrededor, desfilaron un sin fin de muertos caminantes como
perros ciegos, los reconocía por el tono desgastado de la piel, el caminar
extraño o, simplemente, por que lucían la vestimenta desojada y marchita. Cada vez
que se acercaba a uno de esos muertos un cosquilleo desmedido en su cerebro lo
regocijaba. "Si me queda algo de
cerebro que sea mío". Debía
encontrar alguien que no estuviera en su misma condición. Aunque no podía
dilucidar cuál era exactamente su condición. Por momentos le parecía que no podía
formar parte de los muertos caminantes. "Son
animales repugnantes". No obstante cuando estaba por salir del
cementerio, el cual le parecía terriblemente callado y apagado como si todos
los sonidos del mundo estuvieran de luto: vio, en una de las columnas de la
entrada, un espejo.
Se acercó temeroso, dudando de su imagen,
temiendo la revelación.
Se miró en el espejo.
"Si...
soy uno de ellos, no cabe duda, estoy muerto y por alguna razón he regresado a
la vida".
Quiso llorar, o matarse. ¿Quién le había dado
vida? se preguntó. ¿Quién se había tomado el atrevimiento de regresarlo a la
vida sin consultarle? ¿Y cómo había muerto?
"¿Quién
me habrá llorado y quién no"
Entonces la oscuridad regresó. Y ahora le
dolía. Sintió dolor en todo su cuerpo, un dolor y un cosquilleo imposible de
resistir. Un dolor íntimo, malsano, perverso. Un sopor dañino salpicando su
mente.
"No
tendrán mi alma, juro que no la tendrán".
Y gritó, gritó, pero aquella tortura no se
marchó, todo lo contrario, se acrecentó. No pudo precisar cuándo ni cómo, pero
experimentó unas espeluznantes ganas de comer carne cruda, de matar sin piedad.
Resistiendo el sufrimiento escapó del
cementerio. Trato de pensar en algo benigno para evadirse del agobio que lo
estrujaba. Pensó en su mujer, "Alicia,
Alicia", pero no la encontraba, no hallaba su identidad, sin embargo
sintió su tibieza, su alegría. En ese instante todo se oscureció, el mundo, la
vida, la muerte perdiendo totalmente el control de su cuerpo. Una ola de
lobreguez dañina arremetió insidiosa contra su alma, lo llamaba. "otra vez no, por favor, no lo resisto,
váyanse, déjenme, por favor".
Sin embargo, por suerte, logró escapar de ese encierro. La fuerza por
alcanzar la identidad de su amada lo salvó aunque, al mismo tiempo, le trajo
esa oscuridad que ansiaba su conciencia, que pretendía encerrarlo en un
universo de oscuridad.
Ya afuera del cementerio se orientó como
pudo. Apurado por hallar respuestas comenzó a recorrer los altos y desolados
paredones que bordeaban el cementerio. Caminó rumbo a la avenida Corrientes. A
la estación de trenes. "Ahí debe
haber alguien, tiene que haber alguien... yo no soy uno de esos monstruos... no
lo soy"
El mundo parecía muerto, solamente, por
ahora, sobrevivía la claridad. Lo único con vida eran esos monstruos del
cementerio pensó. Autos abandonados en plena marcha jalonaban la avenida, incluso
divisó un colectivo de pasajeros rojo que tenía los vidrios rotos, las gomas
pinchadas y el frente destrozado. En el interior le pareció ver una sombra
moviéndose furtiva entre los asientos pero no quiso acercarse para asegurarlo.
Un maléfico olor a combustible derramado, que tanto odiaba cuando cargaba nafta
a su automóvil lo sacudió, sin embargo, esta vez, agradeció el sentir un olor
diferente a la fetidez del cementerio. El sol ya estaba capitulando ante la
penumbra. Las resolanas convergían en la tarde, pero Gustavo, insensible,
seguía sin sentir la tibieza del día. "¿Puede
ser que sea el único sobreviviente de este mundo?... siento todo menos los
sentidos de la piel, los ruidos, los olores, pero el frío, el frío es interior,
¿Por qué?"
Después de caminar durante un tiempo que le
pareció interminable llegó hasta la avenida. Cruzó la plazoleta de los negocios
y del subterráneo. Los negocios del bulevar parecían abandonados. Había tardado
varias horas; ya aparecían pretenciosas las primeras estrellas y se escuchaban
gritos y dolores inhumanos en el ambiente. Tenía miedo. Un miedo casi
ancestral, como el miedo a la presencia del diablo. Mientras caminaba pensó en
todo, analizó cada visión, cada sentimiento. Los muertos habían regresado. "Del polvo venimos" Alguien
había abierto las tumbas. Como aquel monstruo que cavaba en el cementerio
desesperado de inanición. De llano se dijo que alguien había abierto su ataúd
(como aquel primer engendro que deambulaba entre las bóvedas), ayudándolo,
trayéndolo a este mundo corrompido, aunque creía no pertenecer por completo a
él. De otra forma todavía estaría encerrado entre las paredes oscuras de la
agonía. "Claro, se ayudan entre
ellos... debe ser terrible despertar de la muerte y no poder salir... estar
encerrado... aunque yo, creo, no sé lo que sienten ellos... todavía".
¿Dónde estaban los vivos? ¿Dónde?, se
preguntó. "O ya no quedaran más",
pero esa conclusión era inaudita: él había visto al zombi del cementerio
devorando un cuerpo que hubiera jurado solo llevaba escasas horas de muerto.
"Dios, mi mujer, Alicia, donde esta".
Experimentó deseos de llegar a ella y al mismo tiempo el capricho intangible de
algo maligno, escabroso, deambulando en su interior y procurando enjaularlo.
"Déjenme
en paz"
Ya arañando la avenida divisó algunas luces
prendidas. Algo de vida o simplemente la respiración de la muerte, pensó. Todo
estaba desordenado, latas esparcidas por la Avenida, huesos putrefactos, un
kiosco de revistas vencido, caído, mitad sobre la vereda, mitad besando el
alquitrán con sus revistas esparcidas
como hormigas alrededor de un terrón de azúcar. "Eso, las revistas, un diario, debe haber una
noticia sobre los acontecimientos, algo que me ayude a esclarecer los sucesos".
Pero no encontró nada, estaban todas destrozadas, alguien las había demolido.
Pasó por la puerta vidriada de una confitería; estaba abierta; la conocía. Miró
el interior como quien busca oro en un tronco. Anteriormente era un pizzería en
la cual, alguna vez, había saboreado unas porciones de mozzarella y fainas
parado como un gorrión asustado en la barra. Al entrar creyó sentir el cautivante
y cálido aroma de la pizza, el bullicio fanatizado de la gente, las luces, pero
no era así, era solamente su imaginación. Temeroso se acercó a la barra. El
cuerpo entero le dolía, le ardía, como si un millón de pulgas venenosas,
aciagas, caminaran por su piel y una horrible sensación de que germinaban
docenas de orquídeas asesinas en su estómago. Continuó por detrás de la barra.
El pasillo se dividía en dos: a un lado los baños, al otro la cocina; alcanzó
las mesadas y caminó por donde estaban las ollas, los coladores, las
monumentales hornallas apagadas, anhelando la prepotencia de las llamas. El
ambiente era un desorden total; un abandono nervioso se había cernido sobre la pizzería;
sobre el mundo, pensó. La luz escaseaba exhalando su desalentada presencia
desde la barra, como invitándolo silenciosamente a disfrutar de un trago. "Alguien controla todavía el flujo de
electricidad en la ciudad, sino no hay manera de que haya luz, a menos que,
¡No!, no puede ser" Y, por muchas vueltas que le diera al asunto,
Gustavo sabía que los muertos que caminaban no podían haberlo hecho solos, con
su ignorancia, su irrefrenable apetito; y asimismo entendió que si claudicaba,
si se transformaba en uno de ellos se convertiría en un ser inferior. Un ser
lascivo que solo ambicionaba comer. Y nada más que eso... comer carne humana.
Buscó
el interruptor y lo encendió. Algunos tubos de la cocina revivieron y una
claridad amarillenta, como de iglesia, asaltó el recinto. Había polvo, casi
como un jadeo de putrefacción en el ambiente. Debajo de la mesada dormían unos
tachos de basura donde infinidad de gusanos asistían a un macabro festín, pero
él no sintió ganas de vomitar. "Mi
cuerpo ya no es completamente mío, alguien lo posee, pero no va a poseer nada más
que el cuerpo, no se lo voy a permitir".
Miró a un costado y sobre un charco espumoso,
verde, encontró una bolsa; una bolsa de papas que contenía en su intestino una
pasta aceitunada y viscosa semejando bollos de pizza y ahí se percató de la
incongruencia. "Ya no huelo nada.
Perdí esa facultad, ¡Dios mío! No puede ser. Ya no siento ni huelo nada. Dios
mío
NNNooo.
Gritó. Aunque con gritar no recuperaría el
olfato.
Todo estaba abandonado, pervertido. De pronto
un ruido lejano, suave, monótono, llamó su atención. Siguió su precedencia y
detrás de una diminuta puerta halló su génesis: una heladera. Las anchas
puertas de madera laqueada de una heladera comercial y al parecer en
funcionamiento. La abrió. Increíble, había un cúmulo de pollos absurdamente
blancos, llenos de manchas verdes, colgados de ganchos de metal. Cerró esa
puerta y probó abriendo otra. El aliento del frió escapó aliviado del interior
en forma de vapor, pero no lo sintió. Ahí si halló unos trozos de carne que
sobrevivían al tiempo, un enorme costillar de res todavía sin pudrir. "Los malditos no piensan, no tienen
cerebro... en eso justamente me diferencio de ellos... de otra manera sabrían
que la carne estaba aquí... son solo cuerpos sin vida, solo les queda el
instinto salvaje".
El enorme pedazo de carne, roja y cruda, al
parecer despabiló algún animal oculto en su interior. Procuró resistir, como
casi todo el tiempo desde que había despertado. Trató de resistirse a probar un
pedazo de esa carne cruda, atrayente, pero descubrió que le era imposible. El
dolor se hacía más insoportable ahora. La carne lo incitaba. Antes, de haberlo
querido, hubiera resistido el impulso, ahora le era imposible. No era solamente
el dolor y la ansiedad los que lo impulsaban. Era el miedo. El miedo a quedar
varado en ese islote de frialdad, de soledad, que lo buscaba. Si se resistía
demasiado, posiblemente, ese animal que anidaba en su espíritu, terminaba de
atraparlo completamente en sus garras y dejaría de ser lo que era: un diminuto
escollo de moral en un cuerpo impuro, obsceno y antinatural.
Se dejó llevar. Comió. Transcurrieron unos
minutos interminables en los cuales el dolor pareció menguar. La picazón se
transformó en un placer malsano y desconocido. Todo su cuerpo paró de dolerle,
de quemarle. Experimentó un alivio infinito como si ese animal dañino de su
interior hubiera encontrado alegría o la carne cruda contuviera una droga
desconocida. "Es mejor que mi cuerpo
devore lo que desee y mas también, por si en algún momento me inste a comer
carne humana, debo saciarlo, mantenerlo feliz, mantener mi cordura".
Entonces, cuando por fin se sintió satisfecho,
regresó a su cárcel, a esa jaula carnal y podrida, encarcelado en su propio
pero desconocido cuerpo.
Abandonó la cocina metiendo las sobras de carne
en la heladera para que nadie oliera su tesoro. Tomó un frasco de lavandina y
lo esparció por el piso. "Es
curioso, no siento el penetrante aroma del cloro, ¿cómo puede ser?".
Se limpió la cara con un chorro de agua oxidada y turbia que manaba del grifo y
se secó con la solapa del esmoquin marchito. En la pared engrasada de la cocina
había un reloj que marcaba la 12 de la noche. Un estruendo sacudió los amplios
ventanales de la pizzería. Seguido al estruendo escuchó una serie de disparos. "Vida, hay vida". No obstante,
si alguien con vida lo veía en esa situación y entre la oscuridad: “Me mataría al instante, no tendría tiempo
de explicarle nada” y decidió que para su seguridad era mejor pasar la
noche dentro de la pizzería que deambular por las calles oscuras y, por la
mañana, salir a buscar ayuda. "Encontrar a Alicia"
Decidido se acercó a la barra y rebuscó en la
repisa inferior, entre las bebidas, tratando de no despertar los ruidos. Cerca
de unas botellas de "Fernet" sin abrir encontró una pila de diarios.
Los tomó todos. Apagó la luz y regresó discretamente a la cocina.
Ya en la cocina se sentó en el piso y observó
las fechas de los diarios. Había diarios de dos a tres meses para atrás de su
muerte. Aquello no le decía a las claras cuanto tiempo hacía que llevaba muerto
pero, comparando su humana condición con las abominables criaturas, seguramente
no había transcurrido tanto tiempo. Leyó uno de los diarios: la noticia más
importante de ese día parecía haber sido sobre algunos problemas hallados con
unas bacterias cultivadas contra el cáncer. Halló otro diario todavía más viejo
aun y en la primera página, bien grande, como si se tratara de la noticia más
importante del siglo leyó: "Por fin los científicos hallaron una cura
contra el cáncer". Algo le aseguraba que aquella era la noticia que debía
leer. Leyó. Al parecer habían creado, por ingeniería genética, una bacteria
capaz de normalizar el factor de crecimiento de las células. De frenarlo. Estas
benefactoras bacterias, las que habían sido instruidas a controlar el factor de
crecimiento, producían su propio factor de control y los resultados eran
increíblemente efectivos. "Ese debe
haber sido el génesis del problema"
Continuó leyendo los diarios. Al parecer los
antiguos dueños de la pizzería habían coleccionado todas las noticia referentes
al descubrimiento de las bacterias, como si alguno de ellos padeciera de cáncer
y coleccionara las noticias esperanzado "igualmente
todo tarda años en llegar a todo el mundo".
Tomó otro diario y busco más noticias sobre
el descubrimiento. Encontró otra nota asegurando que, además de haberse
descubierto una cura contra el cáncer, también se podía detener el
envejecimiento. Las letras del encabezado de la nota estaban
sobredimensionadas: ¡Chau vejez, hola juventud eterna! Las bacterias habían
logrado detener la muerte y posterior envejecimiento de células humanas
tratadas en laboratorio. Piel, hígado, páncreas, músculos. Los únicos enemigos
a vencer, o engañar, por ahora, eran los glóbulos blancos. Aunque todavía no se
podía lograr una efectividad total los resultados eran alicientes. Estaban
estudiando la manera rápida, efectiva y sana de limpiar el organismo, de
alivianarse de las células muertas, pero los resultados eran alentadores. "Pero quien controlara estas
bacterias"
No encontró más diarios. Pensó. Era fácil.
Aquellas bacterias creadas artificialmente e ingresadas al organismo como un
individuo simbionte, hechas para ayudarnos a combatir el cáncer y quizás
detener la vejes a cambio de vivienda y comida: por alguna razón desconocida se
habían revelado y derramado en el mundo. Y, casi seguro, uno de sus nuevos
atributos era revivir a los muertos. Más bien controlar sus cuerpos sin
vida. Gustavo sabía algo de biología;
comprendía que era aquello del factor de crecimiento. Las bacterias habían
mutado, podían reproducirse, y se prendían a todo lo que contuviera proteína. "tenían que hacerlo, jugar a ser
dioses, tomar a la naturaleza como si ella estuviera solamente para servirnos,
que ilusos"
De qué manera lograron esas bacterias
devolver la vida a los muertos y controlarlos era un misterio. Probablemente
los científicos tampoco podían resolverlo.
Lo que todavía no encajaba en ese plan
cósmico era él.
Pensó y alcanzó una conclusión. Por alguna
razón, también desconocida, el hacía poco tiempo que había muerto "días como mucho". Casi al mismo
tiempo que la infección se había propagado; en el mismo instante en que
hallaron en su evolución el factor de reproducción; en el momento en que se
apoderaron del mundo, por esa razón sobrevivía algo de su alma y podía
controlar su conciencia. Eso pensaba. Dentro de él deseaba que aquello no
hubiera ocurrido. Sabía que todavía existían personas vivas. Si sus exámenes no
le fallaban, los vivos, los sobrevivientes, ya deberían haber alcanzado la
inmortalidad. Y los muertos también. "Probablemente
yo morí a causa de las bacterias: quizás las bacterias también terminaran apresando
paulatinamente a los pocos que todavía estaban vivos... dos especies
enfrentadas en un mismo pedazo de tierra, dos especies especulares poblando la
tierra a través de los eones... que lastima, alcanzamos la inmortalidad al
mismo tiempo que creamos nuestro peor enemigo, le dimos vida a la muerte, dios
mío, donde quedó tu poder para ayudarnos"
Los ruidos en la noche aumentaron.
Tambaleándose por las revelaciones fue hasta la sala exterior y observó sombras
deambulando sin rumbo por la calle. Si alguno de esos muertos entraba, “Deberé presentarles batalla”. Por nada
del mundo iba a permitir que se lo comieran, se dijo. Escuchó disparos,
explosiones y gritos, como de cinco segundos antes de una batalla y se asustó.
"En
este lugar tiene que haber una radio"
Buscó la radio. Al parecer su cuerpo
alimentado ya le permitía moverse con más claridad y decisión. Seguramente las
bacterias encontraban alguna droga en la carne cruda para calmarse. Una
proteína, algún aminoácido que al cocinarse la carne se descompone, pensó.
Como no encontró ninguna radio regresó a la
cocina porque no le agradaba deambular tan cercano a esos amos de la noche. "Por qué razón habrá tantos... No hay
tantos muertos en el cementerio y la mayoría están hecho polvo." Al
parecer, pensó con más claridad, si aquellos muertos caminaban era justamente
porque todavía no estaban en un elevado estado de putrefacción. Un cuerpo
enterrado o abandonado en años difícilmente podría levantarse. O moverse. Sin
darse cuenta pensó en una planta. Las plantas tienen vida aunque no lo parecen.
Están inanimadas, aferradas a la tierra, pero vivas. "Nos transformaremos en plantas de carne y hueso... será ese el
destino que le encontramos a la humanidad". Si hubiera manera de
alimentar un pedazo de carne muerta con esa proteína: viviría por siempre en un
estado desconocido, vegetativo. Por qué razón las plantas no se mueven, se preguntó;
es simple, se dijo, no tienen cabeza, centro nervioso. Para moverse se necesita
un cerebro o algo que antes de morir funcionara como cerebro. No cabía duda. Las
bacterias para controlar el cuerpo necesitan controlar la voluntad humana, el
centro de control del hombre. Las malditas bacterias controlan el cerebro. "Y mi cerebro por ahora es mío, no de ellas"
Cuando ya había abandonado la búsqueda halló
por fin una radio. Un radiograbador justo bajo la mesada de la cocina. Lo encendió: funcionaba. Buscó una señal.
Buscó, buscó y buscó. Al final la halló. Y era solamente una voz delicada y
repetitiva, casi una grabación diciendo:
"A todos las personas aún con vida de la
ciudad (o lo que queda de ella) se les ruega alcanzar el puerto, lo antes
posible, ahí habrá barcos que los llevaran a un lugar seguro. Todavía hay
esperanzas para la humanidad. Como puedan lleguen hasta el puerto, y cuidado:
hay soldados armados por todos lados".
El mensaje se repetía. No encontró otro. "Debo hallarlos, debo hallar a los
vivos... Alicia...como estará..." En ese instante un pequeño espacio
de discernimiento, de inteligencia, invadió su voluntad. "Por supuesto... cómo no lo pensé antes... me llamo Gustavo
Quaranta... la guía telefónica". Y otra vez salió del resguardo
proporcionado por la cocina de la pizzería hacía la sala principal en busca de
una guía telefónica. No recordaba su dirección. No recordaba siquiera si había
vivido en algún lado, pero unas gotas de esperanza le insuflaron algo de
vida. Aunque el solo pensar en un gramo
de vida le parecía imposible. En sus recuerdos algo le decía que había sido feliz.
Encontró la guía debajo de la caja registradora que estaba abierta, violentada seguramente
alguno de los vivos que creyó hallar la salvación en el dinero, pensó. La abrió
y buscó un Quaranta Gustavo. Era increíble como todavía podía pensar y decidir.
Lo encontró. Por un segundo creyó sentir como su corazón deliraba de frenesí,
pero era imposible... no latía. Anteriormente había intentado hallar su pulso
pero solo se encontró con el doloroso silencio de la muerte. Vivía en Palermo, "Si, en Palermo". Porqué razón
podía recordar calles y ubicaciones sin llegar a dilucidar algo tan tangible y
necesario como una emoción era otra de las cosas que no entendía. Probablemente
las bacterias sitiaron su cerebro y solo dejaron libre la capacidad pensante
anulando la emotiva. El cerebro izquierdo en posesión de esas bacterias y el
cerebro derecho sitiado, enjaulado tras una fosa de oscuridad. "Quizás mi conciencia también regresó a la
vida junto con mi cuerpo y fue más rápida y tomó el cerebro acuartelándose en
la zona emotiva...¡¡drogas!! exacto.. ansiolíticos... pero... no.. No debe ser
tan fácil… Sino ya deberían haber hallado una forma de vencer, o controlar a
estas bacterias, probablemente en este momento otros humanos están resistiendo
lo mismo que yo, están en este terreno entre la vida y la muerte, el cielo o el
infierno, ante la vara expiativa el señor".
El conocer la dirección exacta de su casa y
de Alicia lo llenó de dicha. Sin embargo: era una dicha pasajera, trunca. Entonces
lloró, internamente lloró aunque tampoco pudo descifrar esa emoción. Sentía el
dolor, un dolor similar a la soledad, a la amarga angustia que siente una presa
cuando sabe que ya nada le queda por hacer, solo dejarse morir en las garras
frías de su predador. Una agonía muda, pero nada más que eso, por lo demás,
parecía desconocer la tristeza. Buscó, trató por todos los medios a su alcance
de hallar un rostro algo de lo cual sostenerse al sueño de que su mujer
estuviera viva "Alicia, si alcanzara
solo con eso", pero no encontró nada. Solo el silencio. Debía
encontrarla.
Las horas que custodiaron la noche se
hicieron interminables. Necesitó seis veces abrir la heladera y devorar lo que
quedaba de la res. El miedo más arraigado de su alma era llegar al momento en
que el alimento se le acabara. Si debía luchar contra su cuerpo, contra ese
espíritu foráneo que controlaba casi toda su voluntad, ya no sabía si podría
vencerlo. Por suerte la comida le alcanzó y amaneció desolado, sin ruidos, solo
algunos ocasionales pájaros trinando alegremente entre los arboles de la plaza.
Comenzó a caminar hacía su casa, hacía Alicia. La ciudad estaba completamente
vacía. "Es claro... si los vivos se
fueron hacía el puerto los muertos también deben ir en su busca… por ahora
controlo la situación, pero debo hallar algo de carne para tranquilizar a las
bacterias" No podía entender como a los demás animales no les sucedía
lo mismo. Había visto pájaros, una rata, hormigas, cucarachas y todos parecían
igual que antes, desinteresados de lo que le sucedía al hombre, gozando de su
nueva condición. "Probablemente
contentos de nuestro exterminio" Siguió caminando sin poder dilucidar
que representaba él en toda esa locura.
El puerto quedaba lejos. A metros divisó una
estación del subterráneo. Se acercó. Aunque no sentía nada el miedo a la
soledad de las vías, a la oscuridad de los túneles le pareció imposible de
resistir. Mientras decidía si bajar o no escucho el sonido de una de las
maquinas traga cospeles. Alguien venía. Aguantó unos segundos esperando para
comprobar si era vivo o muerto, pero no pudo. Si se trataba de un muerto
caminante debería luchar y si era un vivo lo quería matar.
“Un
momento, para los muertos yo soy uno de ellos… no creo que me quieran hacer
daño… de lo contrario en el cementerio me habrían atacado y no lo hicieron...
al lado de ellos en realidad no corro peligro, corro peligro cerca de alguien
vivo... No... yo no soy uno de ellos... no señor" Decidió correr por
su salvación. Corrió por la plaza rumbo a Dorrego. A unas cuadras divisó las
vías del tren. Caminó por Corrientes. Los negocios estaban casi todos abiertos,
las ventanas rotas, todo esparcido por las veredas. En el piso había un paquete
de chocolate, lo abrió pero no pudo meterlo entre sus labios. La oscuridad, el
espíritu controlador, volvió a quererlo. Intentó resistirse "No… No… No" pero esta vez le
dolió demasiado. Se tomó la cabeza y se tiró al piso y se quedó quieto pensando
en algo benévolo, tratando de engañar a la oscuridad. Pero fue en vano. El
dolor se hizo insoportable. Experimentó océanos de dolor y desazón. Una
frialdad obscena y malévola que trataba de llevárselo consigo. Hasta que por
fin la claridad entró por sus ojos salvadora, pero algo nuevo le sucedía: todo
estaba en blanco y negro. El mundo había cambiado a una insensible reproducción
en blanco y negro de la realidad. Se miró el cuerpo, miró a su alrededor. Y
también descubrió que estaba sordo. No escuchaba los pájaros, ni siquiera el
sonido del ambiente, solo el silencio opresivo de su desamparo. "Está avanzando... la enfermedad está
avanzando... dios mío". Debía llegar cuanto antes al puerto o a su
casa. "Primero a mi casa, quizás
Alicia necesita de mi ayuda"
Hasta ese momento, en la claridad
blanquinegra de la mañana, no se le había ocurrido algo tan simple como poner
en marcha un automóvil. En la esquina de un enorme galpón que decía "Todo
para la construcción" halló uno y se dirigió hacia él. Caminando hacía el
auto se percató de su vulnerabilidad. No escuchaba nada. Quizás lo matarían y
nunca se enteraría. "Lo único, por
ahora, que me puede ayudar es caminar por donde pega el sol tratando de ver las
sombras".
Llegó hasta el auto: era oscuro, brilloso, no
podía decidir si era rojo o azul o verde, porque todo era blanco o negro. Le
puso un color el mismo. "Rojo es
rojo". Rompió el vidrio, a quien le iba a preocupar se dijo. Algo
sabía de mecánica y luego de una lucha desmedida, porque todo lo que había en
el motor y los comandos le parecía del mismo color oscuro, lo negro, negro y lo
marrón o plateado y engrasado negro: pudo ponerlo en marcha. El motor rotó unas
cuantas veces hasta que por fin el movimiento se hizo continúo. Se sentó al
volante sin escuchar el sonido. Era un auto relativamente moderno y al sentarse
en esos asientos mullidos y cerrar la puerta no sintió el movimiento. Para él:
el auto estaba apagado.
Puso primera y partió por la avenida. "Quizá está sonando la alarma y no me doy
cuenta... como una ambulancia, mejor, así los vivos se darán cuenta
probablemente que no soy un zombi".
Cruzó las vías por la avenida Corrientes. Su
intención era llegar hasta Gascón y doblar hasta su departamento en la Avenida
Santa Fe. Era curioso como en su estado todavía conocía las denominaciones de
las calles. "Estoy perdiendo mis
sentidos uno a uno, pero no pierdo la facilidad de razonar". Cuando
dobló por Gascón el auto se detuvo y ya no arrancó más. Trató de ponerlo en
funcionamiento, pero le fue imposible, palpó debajo del volante y halló la
razón: un dispositivo para detener el paso de nafta, una trampa para ladrones.
Se percató que las luces del auto se prendían y apagaban aunque le era difícil.
En blanco y negro se le dificultaba pero pudo. Pensó y llegó a la conclusión
que la alarma del auto estaba funcionando. Podía asegurar que los muertos
escuchaban y si había uno cerca ya estaría en su búsqueda; decidió que lo mejor
era escapar de ese auto delator.
Caminó calle abajo por Gascón hacía la
avenida Santa Fe y su casa. “Alicia, mi amor, ya estoy llegando” Al llegar a la
esquina se dio vuelta. Un hombre al cual le faltaba la mitad del rostro se
acostaba sobre el capot del auto y lo golpeaba como si los gritos de la alarma
lo estuvieran atormentando. "Probablemente
al terminar de convertirse los ruidos se escuchan con más fuerz… primero se
pierden y después se escuchan... esa puede ser una manera de tenerlos
alejados". Después de unas cuadras que se le hicieron interminables
oteó el cielo, el sol estaba en el centro. Esa imagen gris del cielo lo lleno
de dolor, de ansiedad. A su parecer, el ambiente simulaba un día lluvioso, pero
sin nubes, lograba ver la diferencia entre la vereda con sombra y la que
resistía el sol, pero todo bajo un manto de infinita tristeza y soledad. La
soledad del eterno gris. Odiaba ese mundo al que ahora pertenecía... Prefería estar ciego.
Llegó hasta la avenida Córdoba. Tres muertos
se le cruzaron en su camino. Y ninguno intentó detenerlo, ni se le acercó,
solamente lo esquivaron como un árbol, como a un poste de luz. "Si en algún momento me controlan...
será fatal... estos bichos tienen una individualidad total... puede que alguno
me ofrezca comida, que me mire, pero nada más, son como plantas, pueden
compartir un trozo de tierra mientras no peligre su subsistencia... pero nada más...
emocionalmente son nulos" A cada paso que daba más odió le tenía a los
sucesos. Mas bronca abrigaba hacía esos bichos sin vida, pero también sentía un
rechazo extremo hacía la raza humana, hacía los científicos que habían creado
esa raza de monstruos, que habían desbarrancado el mundo.
Tenía hambre. El cuerpo le picaba y le dolía
la cabeza. “Debo comer algo enseguida”.
Entró en un supermercado pero todo estaba desparramado por el piso. Era un mini
mercado de esos que los coreanos habrían en todos los rincones de la ciudad.
Había diarios repletos de jeroglíficos imposibles de discernir y revistas con
hermosas coreanas, o japonesas, o chinas que lo miraban como diciéndole: mirá
lo que se perdió la humanidad "Y
tienen razón". Por un momento todo se le asemejó a un manchón de
oscuridad, de negrura. "debo comer
algo, ya, no puedo esperar tanto". Había visto un sin fin de autos por
las calles algunos con los vidrios rotos o las gomas pinchadas. No sabía
exactamente por qué alguien se había dedicado a desinflar las gomas. "A menos que hayan pasado un montón de
años y el caucho se haya podrido, pero no, no puede ser la carne de la pizzería
estaba cruda, no podía tener más de una semana. Probablemente alguien la puso
ahí... mató una vaca y la puso ahí... que comerán los muertos cuando ya no
tengan seres vivos a su alcance... no habrá mucha diferencia comerán ganado
como nosotros". Ese "nosotros" lo insufló de valor, de
esperanza, le hacía saber que todavía, gracias a dios, no era
"ellos".
En la esquina de Córdoba y Gascón vio una
camioneta vieja, casi destartalada, con un voluminoso cartel adosado a la lona
que decía: Fletes Córdoba. Un medio de locomoción, envejecido, casi seguro
ruidoso y tembloroso, pero fuerte. Decidió ponerlo en marcha. Si funcionaba le
ayudaría a encontrar comida y llegar hasta Alicia. De pronto, mientras
procuraba levantar el capot gris claro de la camioneta sintió una presencia a
su lado, a un costado. Lo sintió como una premonición. Miró. Era un perro. Un
hermoso cachorro blanco con manchas grises, y lo miraba levantando el labio
inferior, mostrando los dientes puntiagudos. Al parecer era un cachorro y
seguramente le gruñía. Cuando él se movió imperceptiblemente el perro saltó a
un costado y comenzó a ladrar y escupir saliva por el hocico; evidentemente
estaba furioso. "Debe estar buscando
a su amo... que harán estos bichos... se adaptaran si los muertos heredan la
tierra y ya no encuentran otros amos... querrán su compañía", pero,
instantáneamente, tropezó con la respuesta. Sintió como todo su ser deseaba
comerse al perro. "No... no, eso no,
por favor", pero nadie le escuchaba, nadie iba a ayudarlo. El perro
ladraba, se contorsionaba, erguía enfurecido los pelos del cogote. A medida que
transcurría el tiempo parecía enloquecer más. Trató de hablarle. Le rogó que se
callara. Si continuaba ladrando otros muertos se acercarían a devorárselo.
Movió sus brazos intentando echarlo, pero el perro seguía ahí, pegadito a él y
se le acercaba, el animal quería pelear, probablemente tenía hambre. "O está enojado con la raza
humana". Quiso retener todos sus movimientos, pero le era imposible.
Le picaba el cuerpo, le dolía la cabeza, y volvió a aparecer de nuevo la
soledad dañina, el vacío, el frío, aunque esta vez lo abrazó por completo. Por
un momento dejo de ver la grasitud grisácea del día. Pero resistió. Tomó un
palo "No... No... No quiero"
Gritó. El perro se movió a un costado tomó impulso y se le tiró encima. Por
suerte logró detnerlo cerca de su rostro. El perro comenzó a morderlo; veía
como enterraba sus fauces humedecidas en su carne gris, muerta, pero no sentía
el dolor. Sin darse cuenta logró empujar al animal que cayó al piso. Un segundo
más tarde una serie de palazos, de golpes comenzaron a incrustarse en el lomo
del animal. Era el quien le estaba pegando y con una rabia inusitada. Lloró, en
su interior lloró. "Basta... Por
qué." La sangre oscura del perro comenzó a pintar de oscuridad los
segmentos lisos de la vereda. El perro, en un inútil y último esfuerzo, intentó
escapar de la áspera muerte, pero se resbaló en su propia sangre. Los palazos,
ahora, caían sobre su cabeza. El perro lo miró a los ojos suplicando piedad,
pero solamente recibió como contestación, un palazo en medio del ojo, el cual
reventó. El animal se quedó quieto, infló su tórax un segundo y exhaló. Exhaló
la última lágrima de vida. "No... Qué
he hecho dios mío... Por qué… Yo no soy uno de ellos... No... Por qué".
Ya era tarde. Ya no podían revertir los acontecimientos. Pero la cosa iba a
empeorar. Tenía que comérselo. Sabía que si se resistía, quizás sería la última
vez que vería ese mundo gris y silencioso. Probablemente era mejor no verlo, no
era un mundo común, era insano, mediocre, pero no quería morir, no deseaba
convertirse por completo en uno de ellos. Aunque aquel acto le demandaba
desprenderse de su condición humana "Ya
no soy un ser humano... Pero mientras pueda luchare... No me convertiré en otra
cosa". Llorando decidió que era mejor, por ahora, cumplir con las
órdenes que manaban de los gélidos alrededores de su alma. Se arrodilló y como
si estuviera haciendo algo demoníaco miró a su alrededor. No quería que nadie
lo viera en esa situación malvada. De pronto en la otra cuadra vio a dos muertos
que se acercaban presurosos, ávidos de comida. Tomó al perro destrozado,
terminó como pudo de encender la camioneta, la que arrancó milagrosamente, miró
hacia arriba y se dijo: "Por fin
miras hacía aquí... por fin algo de suerte... i resisto no va a ser por ti, te
lo aseguro, no me has ayudado en nada". Subió a la camioneta y se marchó
raudamente por Gascón con el odió royendo en su corazón y el cuerpo del pobre
animal apagado a su lado.
El perro muerto estaba tieso. No quería
devorarlo. Era un hermoso animal, joven, peludo. Frenó la camioneta a mitad de
cuadra y justo cuando comenzó a sentir un horrendo dolor en el fondo de su cabeza:
se agachó sobre el asiento manchado de la camioneta y mordió, y mordió, y rasgó,
y tragó. No supo cuánto tiempo estuvo devorando al cachorro, pero la sombra de
un árbol que justo cuando se había detenido no daba sobre la camioneta, ahora,
la cubría por completo. Estaba haciéndose de noche. El aliento tenebroso de la
oscuridad comenzaba a derramarse en la ciudad. "Debo hallar mi casa cuanto antes... Tengo comida suficiente para
una noche... Mañana será otro día e iré al puerto". Se sentía
aliviado, pero al mismo tiempo apesadumbrado, si lo pensaba, si pensaba en lo
que había estado haciendo minutos antes, lo mejor era dejarse llevar por la
muerte. "Debería matarme… Sería más fácil, nada de dolor, nada de
negrura, pero, sin embargo, me convertiría en uno de ellos... Y no lo voy a
permitir"
El sol se retiraba; por nada del mundo
deseaba pasar otra noche en la calle, ansiaba estar en su departamento con la
puerta cerrada, abrigado, rodeado de paredes conocidas, con Alicia. El barrio tradicionalmente
era un barrio pletórico de árboles, oscuro por naturaleza, pero ahora que el ya
no veía los colores, que todo le parecía una película de principios de siglo:
la calle ocultaba cosas a sus ojos, trampas, recovecos, pozos, bocacalles,
latas, vidrios. Prendió las luces de la camioneta. Le faltaba poco para llegar.
Gascón se transformó en Araoz, ahí vivía él, en Araoz y Santa Fe. O por lo
menos era la vivienda de Gustavo Quaranta. Trató de concentrarse, de recordar
algo del lugar, de su casa, del barrio, el departamento, la vida, pero no pudo.
Llegó al cruce entre Araoz y Paraguay y una sombra furtiva se le cruzó por
delante. El parabrisas estalló en un espasmo de astillas vidriosas, clavó los
frenos, trató de volantear, se subió a la vereda de la esquina y se incrustó
contra la pared de una casa aplastando el volante con su cuerpo demolido. Como
pudo salió de la camioneta. "Estoy
loco o algo parecido a una moto se me cruzó por delante". Había poca
luz en la calle y él no discernía nada, no escuchaba nada: sin embargo,
adelante, tirado en la bocacalle, pudo ver un cuerpo... Sangre... Oscuridad... Una
moto destrozada... Hambre... Una persona muerta... Carne fresca... Hambre... Ansías...
Dolor... Sangre... Hambre. Todo junto. No lo pensó. Salió corriendo. Sin mirar
atrás, como José lo hizo en Sodoma, temiendo convertirse en un ser impuro.
Estaba seguro. Había atropellado a una persona viva tratando de salvarse de los
muertos. Sin darse cuenta, en su locura por llegar a destino, había matado a
alguien. Ahora esa persona yacía tirada en la calle. Probablemente muerta.
Quizá no, pero no quiso averiguarlo. Con solo verla, ahí, tirada, había
experimentado una gran atracción, unas terribles ganas de devorarla. Dejó todo
atrás la camioneta, el perro, la persona atropellada y se llevó consigo la
insalubre angustia de haber lastimado y quizás matado a un ser humano. "Yo ya no lo soy... No sé qué mierda
soy, pero ya no soy humano... Alicia... Y si está ahí... Si todavía está en el
departamento... Y llego convertido Por dios que no suceda" Sin
embargo, por mucho que lo pensó, todo su ser deseaba llegar a su casa. Era en
el único lugar donde se sentiría a salvo. Corrió. No sentía sus pasos. No veía
nada. Solo adivinaba, pero llegó. Arribó a una puerta y únicamente en esa
puerta se detuvo, como si algo en su interior lo detuviera ahí. Miró hacía
arriba. Las luces de la calle se habían encendido. Le parecieron un poco
exiguas, casi deprimidas, como pidiendo ayuda, pero no podía asegurarlo. No
veía nada ya, solo una oscuridad tenue, un miedo vergonzoso. La puerta del
edificio estaba abierta, como todas.
"Cómo
se habrán enterado las personas que vivían aquí de lo que sucedía... Qué habrán
hecho encerradas en sus departamentos... Y si Alicia todavía está ahí...Viva".
Ya adentro, frente a los ascensores, se
percató que no veía nada, solo la dolorosa intimidad de la soledad. La
oscuridad era total. Subió las escaleras tanteando en las paredes y los
escalones, tragándose el miedo a toparse con alguno de los monstruos. Subió y
subió. No supo en realidad cuantos pisos había subido. No supo nada. Solo
siguió su instinto. Ahora sabía lo que sentía un sordo, un mudo, un ciego...
todos a la vez.
"No
soy nada, solamente un demonio escapando del infierno"
Llegó hasta una puerta. Era la suya, estaba
completamente seguro que esa era la suya, de la misma manera como se sienten los
rayos del sol a través de las nubes aunque no se lo vea. "Alicia... Alicia". Sintió una tibieza afectuosa entrando
en su cuerpo, como una especie de paz interior. Era su casa. Había llegado y
eso lo reconfortaba. "Probablemente
ahora me liberé de todo". Intentó abrir la puerta. No pudo. Volvió a
intentar. No pudo. "Nnnnnoooooo".
La golpeo, pum, pum, pero no se abrió. Había llegado. Podía sentir el calor
azucarado de Alicia detrás de esa puerta. El aroma del hogar, la suavidad de la
felicidad, pero no escuchaba nada. No sentía dolor alguno. No veía nada. Todo
era una completa oscuridad... una farsa.
No podía entrar en su propia casa porque no
tenía las llaves.
Se sentó en el suelo. "Como puede ser dios mío, llegué y no puedo entrar, porqué, porqué…
La luz, el pasillo... El pasillo tiene luz, quizá pueda encenderla".
Buscó el interruptor. Estuvo un tiempo imposible de contar tanteando como un
ciego las paredes del pasillo, las demás puertas, la oscuridad, pero estaban
todas cerradas. Por fin, cuando halló la luz, o un botón, esta no encendía.
Lloró. Lloró sin lágrimas, pero lloró. Sintió una gran tristeza, experimentó la
sensación de que un jardín de enredaderas espinosas florecía dentro de su
cuerpo. "Qué hicimos con nuestras
vidas... por qué teníamos que terminar así... entre tantos destinos de
grandeza, teníamos que terminar así, por qué... que tontos, todo el universo
para nosotros solos, todo el orden girando a nuestro alrededor, a nuestro
servicio y lo desperdiciamos, porqué... dios... no lo permitas... Alicia no se
lo merece". Se volvió a recostar en el piso sumido en la oscuridad. No
sentía dolor alguno. Solo las sombras de la desdicha. No diferenciaba nada ya,
ni siquiera su esperanza. "Como voy
a presentar batalla a algo o alguien si no veo ni escucho nada, cómo... hasta
me privaste de la lucha dios mío... por qué". Sintió hambre... un cuerpo
humano... carne cruda... sangre. Para olvidarse pensó en Alicia "Va a ser en vano". Carne,
hambre. "Alicia". Hambre,
oscuridad. "Alicia" Besos
inexistentes de un cuerpo y una tibieza inexistentes. Por un momento creyó ver
el rostro de ella, aquellos vagos recuerdos atesorados sobre Alicia hallaron un
contorno humano. Hasta llegó a sentirla a su lado, alegre, voluminosa de
amores, vestida con su traje de novia, largo, brillante y él con su esmoquin
negro, su corbata roja, y la soledad de la noche. La vio. Vio su rostro. Por
fin. No podía ser otra y el con su esmoquin negro y su corbata roja la abrazó. "Ella está a salvo... lo sé... lo
presiento... mañana saldré a buscarla"
Todo estaba oscuro ya.
La noche no perdonaba.
Amaneció. El sol trazaba un camino de luz en
el mundo destrozado, ultrajado. Dos seres, sucios, rotosos, estaban
arrodillados sobre un cuerpo muerto. No parecían humanos. Había sangre seca en
el piso y una moto silenciosa a un costado. A uno de los seres le faltaba un
brazo. El otro estaba vestido con un esmoquin negro destrozado y una corbata
roja le molestaba al masticar.
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